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Tal como fueron

Los líderes del PSOE durante el Gobierno de 1982 a 1996 se autorretratan en este libro de María Antonia Iglesias. Lectura imprescindible para comprender parte de la historia española.

No es habitual que un grupo de dirigentes políticos manifieste en público lo que piensan de verdad unos de otros, los encuentros y peleas que han jalonado un periodo decisivo de sus vidas, las corrientes subterráneas de sus odios y amores. Menos habitual es, todavía, encontrarlos a todos juntos, de manera que pueda contrastarse lo que unos afirman con lo que otros niegan, tomar nota de sus contradicciones. En fin, casi nunca el desvelamiento de lo que tenían oculto, o dicho sólo en voz baja, viene acompañado del retrato que ofrecen de sí mismos, como confesiones a la antigua usanza, sin que nadie les haya instigado y sin que ninguna razón aparente les haya obligado a desnudarse en público.

LA MEMORIA RECUPERADA

Lo que nunca han contado Felipe González y los dirigentes socialistas

María Antonia Iglesias

Aguilar. Madrid, 2003

1.017 páginas. 28 euros

Todo eso, y mucho más, hay en este libro, y casi todo habrá que atribuirlo a la habilidad y astucia de su entrevistadora, que queda en penumbra al optar por una edición de su inmenso material, muy bien montada, con escasas reiteraciones, de la que ella misma, sus preguntas, las posibles trampas que haya ido sembrando acá y allá, se borran. De este modo, a los entrevistados parece como si les hubieran dado cuerda, como si todo se debiera a que tenían ganas, largo tiempo reprimidas, de hablar. Y hablan por los codos, sin censura, como si nadie les apremiara, lo que naturalmente convierte su testimonio en fuente de primera importancia para conocer los entresijos de la era socialista y redunda en el altísimo grado de credibilidad que impregna todo lo que dicen: esto que aquí ofrecen es realmente lo que piensan de aquel tiempo fascinante que les tocó protagonizar; así es como ven a sus colegas de entonces; y, más importante aún, así es como se ven ellos, tal como fueron.

Por empezar con su propia imagen, en el caso de Alfonso Guerra es tan enternecedora que incurre de lleno en la cursilería: ¡esa maravillosa puesta de sol que contempla desde el AVE! En otro, Felipe González, es la del héroe solitario, que se enfrenta solo al enemigo cuando su propia gente ha bajado los brazos, dando el combate por perdido. No falta el inocente perseguido por la justicia, Barrionuevo, acusado, sometido a persecución, condenado sin pruebas. Ni el amigo fiel, capaz de cantar a todos las verdades del barquero y mantener con todos excelentes relaciones, Rodríguez Ibarra. O el obrero que llega a ministro, que jamás ha buscado un puesto en la política, y atribuye a su condición las críticas de los cínicos, Corcuera. O en fin, Belloch, justiciero, que viene a poner orden, a limpiar la sucia herencia recibida y que, sólo por eso, sufre campañas feroces en su contra.

Una galería de autorretratos que se complementa con la imagen que cada cual tiene del resto. En este punto, la foto va por afinidades colectivas y tiene que ver con las grandes batallas ocurridas durante su paso por el poder: los planes de reconversión, la crisis del primer Gobierno, la huelga general, la salida de Guerra y los escándalos de la guerra sucia y de la corrupción. En algunos casos, esas imágenes son similares: de los independientes de última hora, de Belloch sobre todo, nadie duda que fue un desastre, o no fue un acierto, como matiza Solchaga, que cree a Baltazar Garzón una desgracia; dos alacranes en el bidé, dice Leguina: Belloch y Margarita Robles. Pero ante los sindicalistas de la primera hora, con Redondo, el acuerdo no es menor: algo oscuro, una envidia quizá, una inseguridad atávica, explica esa obsesión por hacerle al Gobierno socialista una huelga general. Con todo, las imágenes más arraigadas, y más consistentes también, tienen que ver con las tormentas en que se vieron envueltos y con la desventura final que a todos aguardaba.

La tormenta fue entre "reno-

vadores" y "guerristas", entre Chamartín y Ferraz. No que se trate de una diferencia ideológica, o de programas de gobierno. Aquí, por mucho que los guerristas, con Guerra al frente, se esfuercen en trazar líneas divisorias, no se acaba de ver en qué concretamente diferían: todos querían la universalización de la educación y de la seguridad social. Más bien fue una cuestión de poder que tuvo su origen en la incompatibilidad entre ser ministro y sentarse en la ejecutiva, decretada para su perdición por Guerra, que dio así una base institucional al poder de los barones, como argumenta Maravall; y luego, en las luchas por la consolidación de posiciones para controlar la sucesión de González desde el momento en que comenzó a dar muestra de cansancio y a decir, día sí día también, como recuerda Almunia, que quería irse.

Imposible dar cuenta de lo que cada cual tiene que decir sobre esta escisión en la cima, cuestión fundamental de nuestra reciente historia política, determinante en la caída del Gobierno socialista, del ascenso del PP y de las penas y trabajos que está costando crear otro PSOE. Pero una cosa es clara al terminar la lectura de estos imprescindibles testimonios. Los socialistas coinciden en que aquélla fue una época grande, que transformó la sociedad española de arriba abajo, la modernizó, la incorporó para siempre a Europa; coinciden también en que el destino de los esforzados políticos que culminaron esa hazaña es injusto. Fue, en opinión común, un final decepcionante, inmerecido. Y todo por no haber reaccionada con energía y prontitud ante unas cuantas cosas, Filesa, los GAL, Roldán, Rubio, de las que nadie de los aquí entrevistados, ni que perteneciera al Gobierno ni que controlara el partido, sabía nada.

Gobierno del PSOE de 1982. De izquierda a derecha, en primera fila, José Barrionuevo, Fernando Ledesma, Narcís Serra, Alfonso Guerra, Felipe González, Javier Solana, Javier Moscoso y José María Maravall. En segunda fila, Tomás de la Quadra, Ernst Lluch, Carlos Romero, Carlos Solchaga, Enrique Barón, Miguel Boyer, Julián Campo, Joaquín Almunia y Fernando Morán.
Gobierno del PSOE de 1982. De izquierda a derecha, en primera fila, José Barrionuevo, Fernando Ledesma, Narcís Serra, Alfonso Guerra, Felipe González, Javier Solana, Javier Moscoso y José María Maravall. En segunda fila, Tomás de la Quadra, Ernst Lluch, Carlos Romero, Carlos Solchaga, Enrique Barón, Miguel Boyer, Julián Campo, Joaquín Almunia y Fernando Morán.RAÚL CANCIO

¿Qué pasó entre Felipe y Alfonso?

PARTE SUSTANCIAL de la memoria socialista está ocupada por los números uno y dos, Felipe y Alfonso, buena prueba de la relevancia que todos conceden a su liderazgo compartido y a la desastrosa quiebra de su amistad. Joaquín Leguina confiesa no saber qué pasó entre ellos: tal vez conociendo ahora lo que dicen los interesados pueda acercarse a la resolución del enigma.

Alfonso afirma que Felipe ha sido el mejor presidente de Gobierno que ha tenido España; lo fue, desde luego, mientras él estuvo a su vera. Otra cosa es cuando él abandonó el Gobierno. Entonces ocurrió una catástrofe a la que fue por completo ajeno. Modesto, humilde, desapegado -como todos- del poder, decidido a cortarse la coleta ya en 1982, ignorante por completo de corrupciones, combatido dentro de su partido por una panda de gente sin moral, Alfonso no pudo comprender que Felipe, consciente de que el grupo de Chamartín se había reunido para atacarle, no hiciera nada por defenderle. A partir de entonces, su amistad sufrió una deriva importante de la que el gran perjudicado fue el propio Felipe, que quedó en manos de un grupo de incompetentes.

Felipe prefiere mostrar, más que las razones de su distancia, los motivos de su decepción. Por supuesto, está lejos de creer que Alfonso no quisiera entrar en el Gobierno, ni admite haber sufrido ningún condicionamiento de su parte. Él tenía las manos libres y un apoyo directo en la sociedad, de manera que no sentía necesidad de hacerse un "corralito" en el partido. A raíz de la huelga general, sin embargo, Alfonso pretendió reforzar sus posiciones para asegurarse el control de la sucesión, justo cuando estalla el escándalo de su hermano y tiene que irse -¿destitución, dimisión?- del Gobierno. Haciéndose fuerte en su "corralito", Alfonso no dejará de decepcionarle. Desde ese punto, la brecha será ya irreparable.

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