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Ir a la Universidad, ¿para qué?

Antón Costas

Estos días llegan a las aulas universitarias los nuevos estudiantes. Llegarán cargados de ilusiones y expectativas, esperando que la Universidad les abra nuevos horizontes profesionales y culturales y les capacite para encontrar un buen empleo.

Deberían saber, sin embargo, que la Universidad no es el mejor camino para hacerse rico. Se cuenta de un conocido banquero y comerciante gallego de principios del siglo XX que cuando nacía un nuevo vástago en la familia, lo cogía en sus manos y lo lanzaba contra la pared; si el menudo se agarraba a ella y, aun con dificultades, conseguía mantenerse y no caer al suelo, se le orientaba a la actividad bancaria; si conseguía agarrarse pero no era capaz de sostenerse y resbalaba hasta llegar al suelo, se le dedicaba a los negocios comerciales; pero si el pobre infante, una vez estrellado contra la pared, sencillamente rebotaba y se desplomaba, a éste se le enviaba a la Universidad. No es una mala visión de los caminos más adecuados para hacer dinero en la vida.

Hay que reducir los contenidos que se imparten en las licenciaturas y enseñar a aplicarlos en casos reales

Sin embargo, las familias españolas tienen una elevada inclinación por que sus hijos vayan a la Universidad. No es tanto la preferencia por unos estudios determinados como por la Universidad en sí misma. He escuchado a muchas personas comentar de forma despectiva este deseo generalizado de los padres por la Universidad, y el rechazo a que sus hijos realicen una formación profesional. (Normalmente, quien así opina supone que sus hijos sí deben ir a la Universidad). Pero esa preferencia está justificada. Muchos padres de familia de clase media y baja creen que el mejor esfuerzo que pueden hacer por sus hijos es "darles una carrera", y los datos estadísticos les dan la razón. Los titulados universitarios tienen una tasa de desempleo menor que la de los no universitarios, y sus ingresos son mayores. Es, por tanto, una buena inversión.

Sin embargo, muchas de esas ilusiones y expectativas se verán frustradas. El fracaso universitario es muy elevado, medido tanto en términos de porcentaje de estudiantes que no acaban sus estudios como en número de años necesarios para finalizarlos.

¿Cuáles son las causas de ese elevado fracaso? Nuestras autoridades y muchos profesores universitarios creen que se debe al bajo nivel de conocimientos y cultural general con que ahora llegan a la Universidad los alumnos de bachillerato, carencias atribuidas al mal funcionamiento de los niveles educativos inferiores. Pero pienso que este es, cuando menos, un diagnóstico parcial. Por dos motivos.

En primer lugar, porque esas carencias son en parte la consecuencia, inevitable a corto plazo, de la democratización de la enseñanza. El retraso secular en la escolarización en España se ha recuperado en muy pocos años. Pero ese retraso pasa ahora factura. Casi el 50% de los padres de los actuales estudiantes universitarios no tienen estudios o sólo han cursado primaria. Sin embargo, hace 30 o 40 años los pocos estudiantes que iban a la Universidad -elitista pero de mala calidad- de aquellos años eran hijos de un padre que a su vez había ido a la Universidad, con el consiguiente entorno familiar de apoyo al estudiante. Las carencias profesionales y culturales del entorno familiar de muchos de los actuales universitarios influyen en su nivel cultural y son un obstáculo familiar para su éxito en la Universidad. Sin embargo, las próximas generaciones no sufrirán ya esa carencia.

Pero la causa fundamental del fracaso está en la propia Universidad. Si uno analiza los planes de estudios de las universidades y escuelas técnicas españolas y se pregunta qué tipo de producto están vendiendo, acaba concluyendo que lo que pretenden los profesores universitarios es formar titulados a su imagen y semejanza. Clonarse a sí mismos. En esto reside la causa fundamental del fracaso universitario. No caen en la cuenta de que el 95% de los estudiantes que tienen en las aulas ni quieren ni van a ser profesores o investigadores como ellos, sino que pretenden ser buenos profesionales y expertos en materias concretas que demandan empresas y administraciones públicas, para encontrar un buen empleo.

Hay que reducir fuertemente los contenidos exigidos en las licenciaturas, dar más tiempo para asimilarlos y enseñar a aplicarlos en casos reales. Combinar más la teoría con la práctica. Para eso es necesario también cambiar radicalmente la forma de enseñar. El objetivo debe ser enseñar a pensar y no obligar a memorizar muchos conocimientos abstractos que después no se saben utilizar.

Para lograr que las universidades se vean presionadas a buscar esos objetivos se necesitan sólo tres cosas. En primer lugar, una información exacta que permita conocer a qué se dedican los actuales titulados; sin saber qué empleos ocupan no podremos saber qué tipo de profesionales debemos formar. Aunque pueda sorprender, hoy no existe esa información porque ningún organismo público o privado la suministra. En segundo lugar, hay que reducir la masificación de la Universidad pública. En tercer lugar, hay que introducir instrumentos que permitan a la sociedad conocer los resultados de cada universidad, en términos de calidad de la enseñanza ofrecida y capacidad de sus titulados para encontrar empleo en el mercado. Con esa información los estudiantes y sus familias podrán elegir la universidad que más les satisfaga, y las universidades tendrán incentivos para mejorar.

En vez de eso, el presidente José María Aznar y la ministra Pilar del Castillo siguen empujados por esa arcaica y funesta manía de querer cambiar las cosas sólo mediante leyes dirigidas a regular todos los aspectos organizativos de la vida interna de las universidades. ¡Como si las leyes hubiesen conseguido alguna vez cambiar los usos y costumbres de las gentes y las instituciones!

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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