El imperio inviable
Con motivo de la guerra de Irak se ha hecho frecuente decir que Estados Unidos ha asumido el papel de potencia imperial. La diferencia respecto a su anterior hegemonía política, económica y militar, residiría en la decisión de recurrir unilateralmente -o en compañía de aliados incondicionales- al uso de la fuerza para lograr la realización de sus objetivos en la esfera internacional, sin contar necesariamente con el respaldo de la comunidad internacional -formalizado a través de Naciones Unidas- o con el consenso de sus aliados en la OTAN.
La hipótesis de la transformación imperialista del poder norteamericano se basa, más allá de la propia decisión de ir a la guerra sin el apoyo de una resolución del Consejo de Seguridad, en la confesada voluntad de reorganizar el mundo -y en particular el Oriente Próximo-, recurriendo a la fuerza cuando fuera preciso, manifestada por el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, y los llamados neoconservadores, y en el éxito intelectual de las ideas de Robert Kagan, quien presenta la mayor disposición de Estados Unidos al uso de la fuerza -frente a las sutilezas diplomáticas o legales de los europeos- como reflejo de una superioridad moral.
Los norteamericanos no esperan que nadie venga a defenderlos, pagan por su propia defensa y confían en sus propias fuerzas. En cambio, los europeos prefieren buscar pactos o compromisos para evitar confrontaciones militares, pensando que si éstas finalmente se producen podrán recurrir a la fuerza norteamericana. Como herencia de la guerra fría, los europeos -la vieja Europa, ya se entiende- se comportan como un grupo de niños sobreprotegidos, que prefieren enredarse en discusiones interminables a enfrentarse con los matones de la calle, y que en caso de necesidad llaman en su ayuda a los alumnos del instituto próximo, menos sutiles, pero más resueltos. La famosa frase de Kagan, "los norteamericanos son de Marte, los europeos son de Venus", equivale a un incorrecto pero más castizo "los europeos son unas nenazas".
Es muy probable que Europa -con las excepciones de Francia y el Reino Unido- se haya habituado a depender de la fuerza militar de Estados Unidos para garantizar su propia seguridad, pero frente a la decisión de atacar a Irak había otras razones pragmáticas además de la posible debilidad militar de los europeos: el temor a que la guerra tuviera consecuencias desestabilizadoras más allá de su coste inmediato en términos humanos y materiales. Y, como ahora vemos, la situación en Irak se ha venido complicando desde el fin de las operaciones militares, lo que parece indicar que la prudencia europea estaba bien fundada.
Pese a Rumsfeld, que cesó a quienes no compartían su optimismo dentro del Ejército, Estados Unidos tiene comprometidas en Irak a la mitad de sus fuerzas operativas, y los pronósticos sobre el tiempo que aún deberán quedarse no son halagüeños. Los iraquíes se impacientan no sólo ante la permanencia y las actuaciones de las tropas, sino por la falta de resultados de la administración provisional. Los atentados contra los líderes chiíes crean un riesgo grave de conflicto civil, los ataques y hostigamientos de los simpatizantes de Sadam están suponiendo un continuo goteo de bajas en las fuerzas de ocupación, y los sabotajes han impedido que se normalicen las exportaciones de petróleo iraquí, con lo que la financiación de las tareas de reconstrucción y de los costes de la ocupación descansa casi enteramente sobre el presupuesto de Washington.
Estados Unidos no atraviesa actualmente su mejor momento económico. Los recortes impositivos de Bush han logrado disparar el déficit fiscal hasta el 4,2 por ciento del PIB, sin lograr que la economía se reactive de forma sostenida. (Lo que no es de extrañar, dado que su efecto se concentra desproporcionadamente en las rentas más altas, con lo que su incidencia en el consumo es muy limitada, y sus repercusiones en la inversión no pueden ser inmediatas.) Aunque haya descendido ligeramente después, el desempleo ha llegado al 6,4%, una cifra que no se alcanzaba desde los tiempos del anterior presidente Bush, y las perspectivas de reelección del actual comienzan a resentirse.
Todo lleva a pensar que Washington no puede mantener su actual nivel de presencia en Irak, que limita su capacidad de intervención en otros lugares y provoca un creciente malestar en la opinión pública por el goteo de bajas, pero tampoco tiene grandes posibilidades de reducirlo sin el apoyo militar y financiero de otros países. Es decir, que la aventura iraquí se ha convertido en un pozo del que Estados Unidos necesita ayuda para salir sin verse arrastrado. Para ello Naciones Unidas tendría que dar una mayor cobertura de legitimidad a la tarea de la reconstrucción y la administración provisional del país, hasta que éste pueda no sólo autogobernarse, sino autofinanciar sus gastos e inversiones con los ingresos del petróleo. Y eso es lo que espera obtener Powell con su nuevo proyecto de resolución.
La situación económica de la Unión es peor que la norteamericana, y la decisión de compartir los costes de la reconstrucción de Irak sólo podría venir de una lógica política, para nada económica. Lo que podría jugar a favor de esta lógica de la cooperación sería el malestar de muchos gobiernos ante las fisuras y conflictos surgidos dentro de la Alianza Atlántica, y el deseo de llegar a una reconciliación que facilitara también una acción concertada contra la crisis económica. Pero sin el apoyo europeo a una nueva resolución es muy difícil que otros países, como Rusia, Turquía, India y Pakistán, acepten enviar tropas a Irak.
La tentación de exigir condiciones duras para la aprobación de esa resolución es muy grande, porque la arrogancia norteamericana ha dejado profundas heridas en la opinión pública y en muchos gobiernos. Hay quienes entienden, además, que dejar solo a Bush ante las consecuencias de sus actos puede favorecer la llegada de un presidente más aceptable a la Casa Blanca en 2004. Sin embargo, ésta es una apuesta bastante arriesgada. Presionado por unas malas perspectivas electorales, Bush podría optar por abrir otro frente -en Irán o en Corea del Norte- o por una retirada que correría el riesgo de ser el primer paso hacia el fracaso no sólo de los sueños de Wolfowitz, sino de cualquier intento de estabilizar Oriente Próximo y Asia Central.
Los recursos humanos y los fondos dedicados a Afganistán están siendo muy inferiores no sólo a los necesarios, sino también a los prometidos. Las diferentes dinámicas de kurdos, suníes y chiíes marcan en Irak demasiadas líneas de fractura. Y la perspectiva abierta por la Hoja de Ruta hacia la paz entre Israel y Palestina ha quedado cegada tras el atentado de Jerusalén, las represalias israelíes y la dimisión de Abu Mazen. Si Estados Unidos da ahora señales de renunciar, aunque sea parcialmente, a las responsabilidades que sus gobernantes han decidido asumir -con razón o sin ella- en la región, cabría esperar un rápido deterioro en los tres casos, y un sentimiento colectivo de fracaso similar al que en su momento provocó la caída de Saigón, que afectaría en los años próximos a cualquier Gobierno, ya sea demócrata o republicano.
Un imperio global puede ser una idea antipática, pero no debería dar demasiado miedo en la medida en que no parece viable. En cambio, un Estados Unidos aislacionista -o que se limite a recurrir a la fuerza cuando le convenga, sin asumir luego las consecuencias-, en un mundo lleno de focos de inestabilidad, es una pesadilla perfectamente posible al menos a corto plazo, y que nadie debería desear. Existe ahora cierto margen para corregir los daños causados por la guerra, pero el afán de lograr una completa rectificación por parte de Estados Unidos puede, por el contrario, agravarlos de forma sustancial.
Ludolfo Paramio es director de la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC y del doctorado en Gobierno y Administración Pública del Instituto Universitario Ortega y Gasset
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