Suecia, un país en el diván
La muerte de la ministra Anna Lindh y el referéndum del euro dividen al país nórdico sobre su identidad y su futuro
Anna Lindh sólo tuvo que caminar unos 300 metros para encontrar la muerte en el centro de Estocolmo. Salió del Ministerio de Exteriores hacia las cuatro de la tarde como una funcionaria cualquiera, para hacer unas compras en los grandes almacenes Nordiska Kompamiet. Acompañada por una amiga subió a la primera planta, donde se vende la ropa de mujer y de niños. Todo era normal, un miércoles más en la vida de una mujer trabajadora que saca tiempo de donde no lo hay para hacer su enésimo recado como ama de casa. Veinte minutos después era salvajemente apuñalada por un desconocido. Su asesinato en la recta final de la campaña del referéndum sobre la adhesión de Suecia al euro, en la que la ministra de Exteriores se había convertido en la gran protagonista del sí, no sólo ha roto todos los pronósticos sobre el resultado de la consulta de hoy, sino que ha puesto en crisis la idea que de sí misma tenía la sociedad sueca.
Si la muerte de Olof Palme en 1986 supuso la pérdida de la inocencia, la de Lindh ahora puede provocar, como ha advertido el propio primer ministro, Göran Persson, el fin de la confianza. El crimen ha puesto de manifiesto las grandezas, pero también las debilidades, del modelo social sueco. Entre las primeras, sin duda, la accesibilidad de las figuras políticas al público. Sólo el rey y el primer ministro disponen de escolta permanente. El tradicional igualitarismo de la sociedad sueca no permite la soberbia y la fatuidad que se gastan otros políticos europeos. No era extraño, por ejemplo, que Anna Lindh sirviera café a los periodistas que asistían a una rueda de prensa en el ministerio, como no lo es cruzarse con otro miembro del Gobierno por la calle.
Pero la sociedad perfecta también tiene sus zonas de sombra. El mismo día en que era apuñalada la ministra, un joven perturbado mataba a cuchilladas a una niña de cinco años en una guardería de Arvika (norte de Suecia). Como también lo son la tan alta como inexplicable tasa de suicidios (entre 1993 y 1998 se registraron 23.500 intentos, según las estadísticas oficiales) o las dificultades para integrar a los inmigrantes, a quienes beneficiarse de las generosas ayudas del Estado de bienestar sólo sirve para que sean vistos como parásitos por muchos suecos.
La campaña del euro ya había puesto en el diván a la sociedad sueca antes de la muerte de Lindh. El debate sobre la moneda única se ha convertido en una discusión sobre el modelo sueco, y ha dividido las filas no sólo de los socialdemócratas, sino también de los partidos de derecha, cuyas direcciones abogan por el sí al euro. La división también se ha producido en la sociedad: el norte del país, con zonas rurales y gente con menos estudios, es, según la última encuesta del instituto de sondeos Sifo, mayoritariamente contrario al euro, mientras que los habitantes de los núcleos urbanos del sur con estudios universitarios están a favor.
Persson, los partidos del bloque burgués y los empresarios han defendido que el ingreso de Suecia en el euro supondrá una bajada de los tipos de interés, el regreso de los inversores extranjeros y el aumento de su influencia en las decisiones de la Unión Europea. Para una economía que ha ido perdiendo competitividad en las últimas décadas, con un sector público que absorbe el 60% del PIB, un mercado laboral poco flexible y unos impuestos altísimos -el 50% del salario-, que cada día alargan la nómina de exilados fiscales, integrarse en el mercado del euro es la mejor solución. Así lo ha reflejado su propaganda, con lemas como "¿seguridad o incertidumbre?" o "¿cooperación o aislamiento?".
Pero los argumentos del sí tenían varios talones de Aquiles. La Suecia aislada registra unas cifras macroeconómicas mucho más saludables que las de la eurozona, y su previsión de crecimiento (1,4%) y tasa de paro (5,4%) contrasta con la crisis de Alemania o Francia. Además, el carácter técnico de sus razones ha abrumado a muchos votantes, como a Maya, de 24 años, estudiante de Antropología Social, que aún no ha decidido su voto: "Por una parte, quiero que el Gobierno sueco maneje la economía, pero, por otra parte, el euro dará estabilidad a los precios. Estoy confusa porque ni siquiera los expertos se ponen de acuerdo".
La campaña de los partidarios del no, capitaneados por los Verdes y el Partido de la Izquierda (ex comunista), han hecho fortuna con su eslogan "no es una cuestión de monedas, sino de poder". Brito Louise Wiberg, profesora de inglés de 60 años, ha decidido ya que votará en contra por una "cuestión de democracia". "No quiero que las decisiones se tomen fuera de Suecia. Las decisiones en la UE sólo se toman siempre a favor de los países grandes", afirma, y acto seguido matiza: "Mi voto es todavía no".
Ese "todavía" podría ser la clave. Tomas Flansson, del Partido Verde, coincide. "El euro significa ahora menos democracia y un peligro para el Estado de bienestar. Habrá menos gasto social y más desempleo. Pero si las cosas cambian en el futuro podría replantearme el voto". Más radical se expresa Björng Öberg, del Partido de la Izquierda, que dice: "No quiero ser gobernado desde fuera por expertos y burócratas. El euro ha sido malo para Francia y Alemania". El resultado de este nuevo combate entre el establishment y los antis se conocerá esta noche.
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