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Columna
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Venia para la corrupción

En la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de Valencia, se viene desarrollando un seminario sobre la corrupción, sus causas, efectos y tratamiento jurídico. Toda una temeridad, a nuestro juicio. La iniciativa, sin duda plausible, puede quedar en un compendio de generalizaciones o, en caso contrario, si el dedo acusador no se encoge, la porquería amenaza con soterrar el afligido barrio del Carmen que acoge la citada sede docente. No obstante, y a pesar de los riesgos, merece la pena que se hable y analice este fenómeno que sazona la vida pública, asesina los paisajes y acrece las fortunas privadas de sus protagonistas con tanta desmesura y desvergüenza como la tolerancia social e inmunidad de que se prevalen.

Ya comprendemos que con unos pocos días de reflexión y aún contando con doctos ponentes no se puede ahondar mucho en tan vasto como sempiterno asunto, lo cual supongo que obliga a ser selectivo en los enfoques y poner el énfasis en los aspectos más escandalosos. Por ejemplo, en esa ladronera en que se ha convertido la política urbanística, de la que ha dado cuenta el fiscal de Sala del Tribunal Supremo, Antonio Vercher. A los valencianos no hace falta que nos glosen el desmán, siendo tantos de nuestros gestores públicos y promotores verdaderos peritos en el mismo, como revela el desaguisado incontenible del litoral y de tantísimas tierras del interior, ayunas como aquél de una ordenación territorial.

Y siendo esto grave, además de casi siempre irreversible, no lo es menos la inanidad moral de nuestra clase política, sin cuyo silencio, impotencia o complicidad difícilmente hubiese sido posible este espectáculo. Al fin y al cabo, en manos de los partidos y de los legisladores está la posibilidad de enmendar, como mínimo eso, el alto índice de corrupción que padecemos. Pero, ¿cómo lo harían si buena parte de ellos se financian con los óbolos que le transfiere el magma especulador, por no aludir a las connivencias personales con el mismo? Y no hablemos de la voluntad política que a este respecto delata la neutralización de la fiscalía anticorrupción o la dejadez con que se afronta la defensa del medio ambiente.

Quizá no sea justo endosarle al gremio político el mayor tanto de culpa, pues la llamada cultura de la corrupción no les es exclusiva y anda de la mano de cualquier sistema y germina por doquier. Pero no es menos cierto que los partidos gobernantes son los legitimados para arbitrar los remedios legales y judiciales para perseguir y acotar el desmadre. Claro está que, ante todo, han de ponerse al pairo de cualquier sospecha cuando tanta sospecha emerge de ese universo de cemento y recalificaciones de suelos. Cuando tantas sospechas y certidumbres aventan casos concretos que claman al cielo -la cesión de créditos de nuda propiedad, por ejemplo- en los que sólo se advierte que miran hacia otra parte.

Ignoro si entre los cometidos de los ponentes de este seminario está el proponer remedios más enérgicos que la denuncia mediática. Ésta es imprescindible, pero ya se comprueba a diario su eficacia. A la regeneración posible han de contribuir otros tratamientos, uno insoslayable es el rearme moral de los políticos y, con ellos, el de las leyes y los jueces. La denuncia no espanta ni moviliza. Incluso hay fulanos que engordan con ella, pues se saben a buen recaudo del trullo. Al lector le constan.

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