Viaje en el espacio y el tiempo
La repetición del trayecto emprendido por otros viajeros permite a José María Ridao releer sus testimonios desde la perspectiva del tiempo pasado. En este bello peregrinaje surgen las huellas de Antonio Machado en Colliure, Cela en la Alcarria o Walter Benjamin en Port-Bou.
Los nichos clasificatorios (tomando la expresión en un sentido lúgubre) de la bibliografía pueden despistar a lectores potenciales sobre los propósitos de obras sobresalientes que -como ocurre en este caso- rompen la árida uniformidad de un mercado editorial dominado por la narrativa best sellerica, el ensayismo predecible y la autoayuda turística. De añadidura, la cubierta de este reciente libro de José María Ridao tal vez suscite algún malentendido: si bien la fotografía del último presidente de la Segunda República y el nombre de la ciudad francesa donde murió en noviembre de 1940 parezcan anunciar en la portada una monografía sobre los días finales de Manuel Azaña, El pasajero de Montauban es también el propio autor, dedicado a seguir las huellas dejadas por viajeros vocacionales o forzosos. El resultado de su indagación es un conjunto de reflexiones inteligentes, sensibles y cultas sobre la interacción entre las miradas de los hombres y el paisaje que contemplan; en la medida en que una reseña periodística se pueda permitir veleidades prescriptivas explícitas, es difícil resistirse a la tentación de recomendar sin ambages la lectura de este libro singular escrito con excelente prosa.
EL PASAJERO DE MONTAUBAN
José María Ridao
Galaxia Gutenberg
Barcelona, 2003
194 páginas. 21,50 euros
La originalidad del enfoque
elegido y la maestría del tratamiento literario hacen aflorar rasgos de la realidad que la pereza de la visión rutinaria y la inercia de los hábitos cotidianos suelen mantener en la penumbra. Desde mediados del siglo XIX, la tradición del relato de viaje informativo, geográfico o científico ha cedido su lugar a un género autónomo, demasiado proclive a endosar valores morales al paisaje y a combinar la exaltación de lo particular con un simétrico rechazo de lo supuestamente extraño. La repetición del trayecto seguido por otros viajeros le depara a Ridao la oportunidad de releer desde la perspectiva de los años transcurridos sus testimonios: la Castilla espiritualizada por los escritores de la generación del 98, la zona de las Hurdes visitada por Maurice Legendre, Miguel de Unamuno y el doctor Marañón, la Alcarria recorrida por Cela o la Almería descrita por Juan Goytisolo. El propósito de ese peregrinaje comparativo no es tanto -ni fundamentalmente- levantar acta notarial de las transformaciones producidas por décadas de cambio político, desarrollo económico, urbanización acelerada y modernización tecnológica como analizar los sesgos ideológicos y los prejuicios morales que llevaban en su mochila algunos de esos viajeros antes de iniciar la ruta. La visita a Medina Sidonia implica la evocación de la tragedia de Casas Viejas durante la Segunda República, relatada por Sender en su crónica sobre la aldea del crimen; el recorrido de Las Alpujarras y el paseo por Yegen toma a Gerald Brenan como obligado punto de referencia.
No siempre se trata de viajes realizados de forma voluntaria con propósitos literarios o descriptivos: el libro se ocupa también de los caminos de fuga emprendidos para huir de la muerte o de la cárcel y de los fracasados intentos de regresar desde el exilio a un paraíso definitivamente perdido. El rastreo de las difuminadas huellas de Manuel Azaña en Montauban, de Antonio Machado en Colliure y de Walter Benjamin en Port-Bou es el conmovedor homenaje de Ridao a tres viajeros perseguidos por la barbarie fascista que descansan para siempre lejos de su patria. El desconsolado regreso a España de Corpus Barga y de Max Aub ("he venido pero no he vuelto") después de un largo trasterramiento muestra la profundidad de unas heridas nunca cicatrizadas.
Algunas ambiciosas conje
turas -no siempre es fácil distinguir en su formulación las hipótesis ensayísticas de las tesis historiográficas- sirven a Ridao de hilo conductor a esas inquisiciones: la estrategia renacentista de quebrar la unidad de la cuenca mediterránea, a fin de atribuir a la ribera septentrional el monopolio exclusivo de la herencia clásica, habría preparado el terreno para la engañosa operación de sustituir el invisible legado de una sola cultura, común a las tres religiones monoteístas del libro, por la ficción de tres culturas herméticamente separadas entre sí en función de las creencias -judías, cristianas o islámicas- de los pobladores de la península Ibérica. La negación de las evidentes huellas musulmanas inscritas en el paisaje castellano (valga como ejemplo la puerta califal en la fortaleza de Gormaz) y la prejuiciada asociación de los rasgos de carácter premodernos con el mundo morisco no son sino el reverso de la pretensión ideológica de identificar a España con el cristianismo y a Castilla con el presente, el pasado y el futuro de sus habitantes.
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