Perdedores con clase
No es un remake, sino la (brillante) reescritura de un clásico menor, Bob le flambeur, de Jean-Pierre Melville (1955), del cual el siempre interesante Neil Jordan, aquí también en funciones de guionista, rescata algunos elementos claves para la composición de la trama. El autor crea un héroe de mediana edad, Bob, delincuente, cansado y perdedor, establece el encuentro con una chica que amenaza convertirse en prostituta para poder sobrevivir y monta una extraña relación, casi cómplice, entre Bob y un policía que le persigue/ampara; y un golpe maestro contra un casino que vendrá a redimir todo error del pasado. Pero del cual también se cambian algunos elementos esenciales, como la localización geográfica -París en Melville, Niza aquí- o, sobre todo, la mecánica y la consecución del golpe... con un final adaptado a la, digamos, sociología de nuestros días.
EL BUEN LADRÓN
Dirección: Neil Jordan. Intérpretes: Nick Nolte, Nutsa Kukhianidze, Tchéky Karyo, Saïd Taghmaoui, Emir Kusturica, Ralph Fiennes. Género: criminal, Francia-Canadá-Irlanda, 2002. Duración: 109 minutos.
Dice Jordan que su intención al plantearse hacer El buen ladrón no era otra que el rendir cumplido homenaje al cine criminal europeo, tan diferente en el fondo del americano. Un homenaje, en todo caso, diferente a aquél sobre el que ironizaba Jean-Luc Godard en conversación con Samuel Fuller: "En Europa, cuando copiamos, lo llamamos homenaje", dijo el suizo al veterano americano de quien tanto aprendió. Jordan no copia: no hay aquí la límpida sequedad, la frialdad brillante de la puesta en escena chez Melville, sino una aproximación cálida, envolvente y comprensiva a unos personajes mucho más golpeados, pero también más vividores, menos marcados por un destino trágico, que los que imaginó el espléndido realizador francés.
Construcción impecable
Y hay, sobre todo, una construcción impecable: la del fabulador, risueño, elegante y mundano mentiroso Bob, a quien el siempre dúctil Nick Nolte aporta el espesor de quien ha vivido y sabe de qué está hablando.
En el personaje terminal que interpreta, drogadicto y amante de las matemáticas, poseedor de un picasso que parece más falso que él mismo -y que mucho tendrá que ver con todo lo que ocurre en el tercio final de la cinta-, hay también un hombre de firmes concepciones sobre la vida, la amistad, el compañerismo y hasta, aunque parezca un exceso, una ética del amor y el compromiso.
Es sobre su espléndida, tierna y ambigua relación con la joven Anne (la recién llegada Nutsa Kukhianidze), más que sobre el vínculo entre policía y ladrón, sobre el que reposa buena parte de la química que transmite una película que se ve en un suspiro, que atrapa sin remisión, que recuerda que reescribir a los clásicos no implica forzosamente la renuncia a un estilo propio, a un tratamiento diferenciado; que homenajear no es canibalizar, y a otra cosa.
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