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El papel de la ONU

La muerte del capitán de navío señor Martín-Oar en Bagdad es un drama que despierta, en primer término, el sentimiento de solidaridad humana con su familia, a la que ninguna distinción podrá compensar de tan irreparable pérdida. Es cierto que un militar sabe que su profesión entraña este riesgo, que asume al elegirla; ésta es la filosofía que parece tranquilizar al Gobierno al registrar su muerte. Los militares están para luchar y morir cuando el interés de la patria lo demanda. Pero la cuestión es ¿quién decide cuál es realmente el interés de la Patria? ¿En este caso, el interés de España exigía morir en Bagdad?

La mayoría de los españoles estaba contra la invasión y, desde luego, contra la participación de nuestro Ejército en ella. Lo mostraron no sólo las clamorosas manifestaciones en calles y plazas, sino en las encuestas de opinión serias que daban a más del 90% de los españoles como opuestos a esa guerra. Fuimos el país de Europa más colectivamente antibelicista. El Parlamento, órgano de la soberanía nacional, nunca votó esa intervención, por lo que no hubo ninguna orden firmada por el Rey -como prevé la Constitución- para enviar tropas a Irak. Podía haberse producido un acuerdo del Consejo de Seguridad de la ONU decidiendo una intervención colectiva que no hubiera ahorrado los trámites constitucionales necesarios para su cumplimiento. Pero pese a las presiones de EE UU y Reino Unido secundados por el Gobierno Aznar, el Consejo de Seguridad se negó a autorizar la intervención militar, y entonces fue cuando Bush, Blair y Aznar decidieron atacar desoyendo a la ONU. Aznar actuó por su cuenta, sin acuerdo del Parlamento, y hasta podría pensarse que sin un acuerdo del Gobierno, aunque luego éste cubriera la decisión de su presidente.

En definitiva, las instituciones que tenían facultad para declarar la guerra no lo hicieron y el Gobierno ha enviado tropas a Irak con una irresponsabilidad y una ligereza imperdonables, sin haber calculado seriamente en qué aventura nos metían pensando estúpidamente que la operación iba a ser un éxito glorioso que apuntalaría el prestigio de Aznar y que lanzaría a éste a las alturas del protagonismo político universal.

Nada ha sucedido como el señor Aznar imaginaba. La invasión de Irak ha sido un fracaso. No había en ese país armas de destrucción masiva; Sadam no era ninguna amenaza para el mundo. Ahora está claro que los iraquíes, comprendidos los chiíes opuestos al Baas, exigen la salida de las tropas ocupantes de su país y acuden a la guerra de guerrillas contra éstas. Todos los días caen muertos o heridos soldados norteamericanos. Blair sufre una crisis de credibilidad en su país, donde se respetan más que en España las instituciones y las leyes democráticas y puede haber arruinado irremediablemente su cartera política. El mismo Bush tiene que justificarse ante el Senado y la Cámara de Representantes; Aznar, en cambio, se refugia en su mayoría absoluta, paraliza la institución parlamentaria, se niega a comparecer en ella y miente escandalosamente, como si la reunión de las Azores no hubiera existido nunca, inventándose una "Comunidad Internacional" que confunde deliberadamente con la ONU, intentando hacer creer a los españoles que ha cumplido las decisiones de ésta. Para completar, Federico Trillo ha llegado a decir que España no ha participado en una guerra que Aznar declaró junto con EE UU y Reino Unido.

Aznar ha mentido incluso en la declaración institucional sobre la muerte del marino español. Se ha referido a él diciendo que trabajaba en las oficinas de la ONU, como si ésta fuese quien le había enviado a Bagdad, cuando el capitán de navío Martín-Oar había sido enviado en representación del Gobierno formando parte de la autoridad provisional de las fuerzas de ocupación. Por cierto que, a la espera de que se esclarezcan las circunstancias de su fallecimiento, el abandono en que le dejaron una vez herido y la ausencia de noticias sobre su suerte, indica que la ONU no le contaba como uno de sus altos funcionarios.

Según las declaraciones de ministros y dirigentes "populares", lo que ahora pretende el Gobierno es que la ONU se haga cargo del estropicio producido por la invasión y asuma la responsabilidad de la situación en Irak. De este modo piensan que se justificaría su posición en la guerra, ya que en último término la ONU aparecería así aceptando lo que se negó a hacer cuando rehusó cubrir la aventura al principio. Es también el juego de la Administración de Bush, que en estos días prepara una propuesta para que la ONU envíe tropas -preferentemente paquistaníes, indias y turcas- que refuercen los ejércitos de ocupación y permitan retirar a los marines de las tareas más peligrosas. Junto a esto, Bush reclama que otras potencias participen en los elevados gastos de la ocupación. Pero los americanos seguirían conservando el mando y controlando la situación, quedando la ONU relegada a un papel auxiliar del Pentágono como Bush, Blair y Aznar pretendieron desde el primer día.

La invocación al estigmatizado "terrorismo" sirve de justificante a esta exorbitante exigencia. Pero el "terrorismo" se ha generalizado y lo practican unos y otros. Lo practican también los ocupantes, igual que lo practica en proporciones colosales Israel contra los palestinos. Cada vez más nos hallamos ante dos terrorismos: el de los Estados dominantes y el de los movimientos de resistencia de los dominados. Uno alimenta y nutre al otro en una espiral cada vez más terrorífica. Y los líderes inteligentes de este mundo tendrán que ir pensando que las condenas genéricas al terrorismo no pueden servir de cobertura al terrorismo de Estado de unas cuantas potencias que se han asignado arbitrariamente el papel de dirigir al mundo.

El desenvolvimiento de la situación mundial tras la invasión de Irak pone de manifiesto que los EE UU no están en condiciones de llevar a cabo sus propósitos con sus solas fuerzas. Sería interesante saber cuál es el estado de ánimo del Ejército norteamericano en Irak. Se le dijo que iba a destruir una amenaza para la paz mundial y a establecer la libertad de un pueblo oprimido por su dictador, que serían recibidos como liberadores. Y ha comprobado lo contrario, que la amenaza no existía y que los iraquíes le ven simplemente como un ejército invasor. En las penosas condiciones climáticas y de todo género reinantes en Irak y ante la resistencia creciente de aquel pueblo, la moral del Ejército tiene que ser muy baja. Lo demuestran los actos de desesperación de los ocupantes disparando frenéticamente contra todo lo que se mueve, incluyendo periodistas y cámaras de televisión, no tomando medidas para proteger la sede de la ONU, dejando morir en el abandono al capitán de navío español. Bush ya no puede estar seguro de su Ejército y por eso reclama que otros países asuman la carga que él no puede soportar sin incurrir en graves riesgos.

Pero el resto de los Estados cuya aportación se demanda ahora deberían pensarse las consecuencias de incorporarse a la operación. Cualquier fuerza militar que a última hora se incorpore a la ocupación va a sufrir, con mayor motivo, el desgaste y la descomposición que pueden estar comenzando a sufrir los norteamericanos.

La invasión de Irak fue un tremendo disparate cuyas consecuencias negativas sólo están comenzando a tocarse. Un error tremendo que hay que corregir, y quien debería hacerlo es el pueblo americano. Se dice que el orgullo de una gran potencia como EE UU le impide dar marcha atrás. Pero la Historia demuestra que esto no es cierto, que en EE UU ha habido políticos y militares que han sabido hacerlo en momentos muy críticos. En los años cuarenta, el general Marshall fue capaz de rectificar la política de apoyo militar a Chang Kai Chek, mantenida hasta el último minuto, y de retirarse de China, dejando el camino libre a la victoria de las tropas revolucionarias de Mao. Más tarde, en la Guerra de Corea, las tropas norteamericanas aceptaron los acuerdos de Pan-Mun-Jon, que dejaron en tablas una guerra en la que EE UU y la misma ONU se habían implicado hasta el fondo. Posteriormente, los EE UU tuvieron que retirarse de Vietnam en las condiciones que todos conocemos. Y el prestigio y la influencia de EE UU en definitiva se han mantenido. Podría decirse que entonces existía una potencia, la URSS, que imponía límites de respeto a un equilibrio mundial.

Hoy, esa potencia no existe, pero sería locura subestimar la capacidad del amplio mundo islámico para mantener una resistencia susceptible de terminar provocando el fracaso de las voluntades imperiales. Y sería locura aún mayor creer en la solidez de una alianza de los países desarrollados, si es que llegara a formarse como pretenden Bush y Aznar, y entrara en la aventura.

La ONU debería huir como de la peste de implicarse en la ocupación de lrak. Eso no quiere decir que no pueda jugar un papel en la solución pacífica del problema creado. Pero las condiciones deberían ser claras: retirada de los Ejércitos ocupantes y su sustitución por cascos azules, pertenecientes a países que no han participado en la invasión, bajo un mando de la ONU, de las mismas características. Presencia de los cascos azules por un tiempo limitado en el que se legalizaría a partidos políticos y organizaciones sociales y se devolvería a los iraquíes la disponibilidad de sus riquezas y en primer lugar del petróleo; convocatoria de elecciones libres bajo la garantía de la ONU y devolución del poder a un Gobierno democráticamente elegido por los iraquíes, con la desaparición de la presencia militar extranjera sobre su territorio.

Una solución de este tipo podría verse favorecida por un cambio de la Administración americana en el 2004. Con Bush y su equipo neoconservador en la presidencia de EE UU, esta solución podría ser difícil. Pero yo no quiero ni imaginar el follón mundial hacia el que nos encaminamos si la ONU cede a las exigencias de Bush y se implica formalmente en la gestión de la ocupación. Temo que eso nos llevara, al cabo de un tiempo, a una inestabilidad internacional mucho más grave, con más terrorismo de todos lados y, en definitiva, a una tercera guerra mundial de consecuencias incalculables hoy.

En condiciones tan excepcionales, los pueblos deben ser capaces de promocionar grandes líderes políticos con una visión nueva y audaz de la política mundial, y de enviar al basurero de la historia a los pigmeos que la han perturbado. Si éstos siguieran mandando, estaríamos a las puertas del infierno.

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