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Columna
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La intriga

Qué ficticia o literaria es la realidad. Sigo creyendo que la culpa de la intervención española en Irak la tiene en parte Washington Irving, embajador americano en Madrid en 1842 y autor de los Cuentos de la Alhambra. Si no existieran las fantasías orientalistas de Irving, los responsables de Estados Unidos probablemente no considerarían a España un valioso aliado robado al campo enemigo: España es la pieza casi árabe en la coalición conquistadora.

La voluntad española de servicio a Estados Unidos implica la aceptación y divulgación de las palabras angloamericanas que justificaron la toma de Irak. Ahora el juez Hutton investiga en Londres la fabricación de esas palabras, pertenecientes al aliño retórico de la guerra y quizá puramente ficticias. El poder se parece a la literatura: inventa y trama historias, pero sus historias desencadenan actos. El poder significa precisamente eso: la capacidad de transformar el lenguaje en mundo real. La literatura vive parasitariamente de las historias del poder. La muerte de David Kelly, en el bosque, de un corte en las venas de la mano izquierda, lleva a los lectores a una escena de los Anales de Tácito: el lento y laborioso final de Séneca, asesor del emperador, que se abrió las venas de los brazos, y las de las piernas, y nunca acababa de morir, o no encontró la salida con tanta facilidad como el científico Kelly.

Las intrigas literarias se vengan de su carácter secundario influyendo e interviniendo en las intrigas reales. El señor Scarlett y el señor Dearlove tienen unos apellidos fantásticos, pero son auténticos personajes de la Inteligencia británica (dos términos que, según Nigel West, corren peligro de convertirse en oxímoron). P. D. James, autora de novelas de misterio, publicó en el semanario londinense The Spectator un poema titulado 18 de julio de 2003, fecha de la muerte de David Kelly en el bosque mítico. ¿Qué hemos hecho para que un hombre así deseara morir?, preguntaba James, y no sabemos si hablaba en nombre del Reino Unido, de sus más distinguidos miembros (creo que P. D. James pertenece a la Cámara de los Lores), de los escritores de enigmas criminales o incluso en nombre de todos nosotros, si a ello nos da derecho la mirada orientalista y alhambreña del embajador Irving.

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