No serás un extraño
Un grupo de amigos compró hace años en Alicante un solar donde construyeron, en régimen de cooperativa, un grupo de casas con jardines y servicios comunes. Las viviendas están distribuidas de tal modo que sus habitantes se sienten acompañados, pero no vigilados. A finales de agosto organizan en la zona común una fiesta a la que invitan a los amigos que veraneamos en otras latitudes. Yo acudo siempre, aunque luego estoy una semana o dos tocado por un fuerte sentimiento de extrañeza. Y es que cuando la clase media monta una segunda residencia, no tira nada de lo que se desprende en la primera porque puede ser útil para la casa de Alicante. A esa casa van a parar las neveras antiguas, los televisores en blanco y negro, los sillones de orejas desvencijados y, a veces, hasta el coche viejo, que aún sirve para bajar al pueblo a por el pan.
"A determinada hora de la noche empiezan a cantar canciones de Bob Dylan"
-Voy a tirar este tocadiscos antiguo -dice él.
-De eso nada -responde ella-, nos lo llevamos a la casa de Alicante.
O bien:
-Voy a regalar estos pantalones vaqueros que no te pones nunca -dice ella.
-No los tires, que son perfectos para la casa de Alicante -responde él.
Al final, la casa de Alicante parece Cuba, porque todo en ella, tanto desde el punto de vista de los electrodomésticos o los muebles, como desde el de la locomoción o la moda, se ha detenido hace 30 años. Cuando observas este fenómeno en una sola familia, te parece pintoresco y lo olvidas tras dedicarle una sonrisa, pero cuando se te aparecen 15 o 20 familias a la vez caracterizadas de los años sesenta o setenta, hay un momento de confusión temporal y existencial terrible.
O sea, que llegas a la fiesta de Alicante y en lugar de haber hecho un viaje de 500 kilómetros en el espacio, tienes la impresión de haber viajado 30 años en el tiempo. Todo el mundo viste pantalones y camisas incomprensibles. Si entras en el salón de una de las viviendas, tropiezas con grupos de individuos disfrazados, que siguen un partido de fútbol en una televisión en blanco y negro, mientras toman whisky en vasos de diseño de los años setenta en los que flotan hielos extraídos de una nevera a pedales. Además, el aparador se parece al que había en el comedor de tus padres y el perchero de la entrada es idéntico al de tu tío abuelo Marcelino. El año pasado descubrí un siniestro paragüero, valga la redundancia, cuya visión te ponía los pelos de punta. Por si fuera poco, a determinada hora de la noche empiezan a cantar canciones de Bob Dylan, cuando no de Juan y Junior.
Si decides irte porque te sientes raro con tu ropa contemporánea entre toda esa gente que todavía usa niki, alguno de los amigos insiste en que te quedes a dormir en su casa, pero cuando te enseñan el dormitorio de invitados y resulta que es el de tu adolescencia, Che Guevara incluido, se te eriza hasta el pelo de las cejas y dices lógicamente que no, que prefieres ir a un hotel. Pero en el hotel tampoco duermes, porque has sido alcanzado ya por la extrañeza, es decir, que no sabes quién eres ni dónde estás. Los hijos de estos amigos de Alicante, al negarse a vestir en la segunda residencia con la ropa desechada en la primera, parecen los padres de sus padres, lo que crea una distorsión temporal característica de algunos alucinógenos de los setenta.
Este año, sin embargo, la cosa ha sido más llevadera porque la realidad se ha puesto a tono con mis amigos. Aznar no tira ninguna idea, por antigua que resulte. El día que no sale vestido con los pantalones viejos de la unidad de España, sale disfrazado con la guerrera de la movilización forzosa. Mantiene con dinero público la Fundación Francisco Franco por miedo a que algún harapo ideológico se vaya a la basura. Acabará diciendo a los jóvenes que la masturbación produce ceguera y derrite la médula.
El Gobierno está funcionando, en fin, como segunda residencia para las ideas con las que el PP no sabía qué hacer. Han conseguido que la estética de mis amigos de Alicante parezca contemporánea. De modo que este año, cuando me invitaron a dormir, dije que sí. Tuve suerte porque encontré en la mesilla de noche de la habitación de invitados un viejo catecismo del padre Astete y al leerlo para coger el sueño me sentí, por primera vez en mucho tiempo, un hombre de mi época. Ya no soy un extraño.
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