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Columna
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Andalucía y Vargas Llosa

Seguro que a muchos lectores les habrá ocurrido lo que a mí este verano, a propósito de Vargas Llosa. La aparición casi simultánea de su última novela, El paraíso en la otra esquina, y de sus siete reportajes sobre Irak en este periódico, les habrá enredado ambas lecturas de una manera un tanto perturbadora. Desde Roland Barthes, no deberíamos asustarnos de la dualidad, a menudo contradicción, que produce todo escritor entre "el hombre que escribe y el hombre que es"; analógicamente, en nuestro caso, entre el novelista de ficción y el reportero de realidades. Pero la presencia de los dos en un mismo proceso lector ya es un poco demasiado. En el hispanoperuano, además, se trata de una dicotomía superpuesta a otras que vienen de muy atrás: ¿Es Vargas Llosa de izquierda o de derecha?, nos preguntábamos ya en los 60. ¿Puede el escritor seriamente comprometido con los derechos humanos, con la democracia, ser el mismo defensor del neoliberalismo? (Esto último, por cierto, con parada en una sorprendente amistad política con José María Aznar, aunque hace tiempo que no se les ve juntos. Espero que a estas alturas el de Arequipa haya descubierto ya al franquista enmascarado). En fin, que quieras o no quieras, tantas disyuntivas te llevan a hacerte la inevitable pregunta: ¿Con cuál de los dos quedarse?

El valiente cronista, tras mucho fatigar el caos dantesco del Irak ocupado, nos recuerda que se opuso a esa guerra ilegal, pero que la hubiera apoyado si los motivos hubieran sido otros, concretamente: "acabar con una tiranía execrable y genocida". Arriesgada pirueta, que nos llevaría a ocupar un buen puñado de otros países regentados por granujas no mucho mejores que Sadam Husein, con consecuencias incalculables.

Sin desdeñar al otro, me quedo decididamente con el creador de El paraíso en la otra esquina, aunque reconozco dejarme llevar por añoranzas personales. Conocí a Vargas Llosa allá por el año 72. Yo era a la sazón un joven profesor universitario, lleno de pasiones político-literarias (por las mismas que me pusieron en la calle poco después), que explicaba en sus clases La ciudad y los perros como si de una nueva Biblia se tratara. El catedrático de la asignatura, de cuyo nombre no quiero acordarme, dio en la feliz ocurrencia de invitar al peruano a una gira de conferencias por Sevilla, Cádiz y Jerez. Así fue como tuve la suerte de compartir viajes y veladas inolvidables con uno de mis escritores favoritos, ya entonces. Leyendo su última y seductora novela, me he rendido a la magia de esos recuerdos, hasta refrescar el modo en que Vargas Llosa establecía semejanzas entre su Arequipa natal y las ciudades andaluzas por las que pasábamos. Pues bien, algo de esas evocaciones he visto reproducido en estas páginas, como cuando escribe: "Una pequeña ciudad española enclavada en el centro de Arequipa: callecitas primorosas con nombres andaluces y extremeños, placitas recoletas alborotadas de claveles y rosales, fuentes cantarinas (...)". Pero, sobre todo, la ternura con que se dirige constantemente a su deliciosa heroína, la anarquista-feminista Flora Tristán, por su sobrenombre, la Andaluza. Innumerables veces la invoca de esa manera, y en múltiples contextos. De todo lo cual no cabe deducir sino un implícito homenaje a nuestra región. Gracias.

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