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Columna
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El ser o no ser de Madrid

Qué tranquilidad ser de Madrid. Haber nacido en una provincia geográfica y emocionalmente centrada, sin más ambiciones que seguir igual, con las mismas fronteras y el mismo idioma, con las estrellas de la bandera inamovibles y sin recordar cuántas son.

Ni la verbena de la Paloma, ni Carlos III, ni el Real-Atleti hacen aquí patria. Sin embargo, otras provincias de España cada día encuentran más hechos diferenciales, más batallas, más enseñas regionales para glorificar su tierra. Todo el mundo tiene derecho a sentirse de la región que desee, pero los madrileños observamos aliviados la guerra política, social y cultural de los nacionalistas periféricos.

En estos momentos de nuevas estructuras y alianzas gubernamentales y económicas a escala planetaria, los nacionalismos se empeñan en diseccionar el pasado extractando favorecedores episodios que utilizan como justificación y señuelo para sus anhelos patrióticos. El viernes, la manifestación abertzale finalmente legalizada por el Gobierno vasco en Bilbao contó con varias personas vestidas con trajes regionales del siglo XIX. También la semana pasada, Maragall pidió que la antigua Corona de Aragón más las regiones francesas del Languedoc-Roussillon y el Midi-Pyrénées conformen una euro-región. Cuando todavía andamos dilucidando qué es Europa, esta propuesta nos obliga, no a considerar semejante delirio, pero sí a la incómoda tarea de recordar una aburrida lección de historia estudiada en el bachillerato.

Los nacionalismos parecen crear adicción: cuanto más catalán, vasco o gallego se es más se desea ser. Sin embargo, los que carecemos de un arraigo profundo hacia nuestra tierra no sentimos ningún vacío y, por tanto, experimentamos una falta total de ambición patriótica. Un alivio. Madrid no nos debe nada ni estamos en deuda con ella.

A estas alturas estamos inmunizados ante las propuestas y las reivindicaciones vascas y, quizá por eso, nos ha llamado la atención las últimas demandas catalanistas. El presidente del Fútbol Club Barcelona, Joan Laporta, confesó hace unos días que los jugadores de su equipo debían aprender catalán para integrarse en la cultura de su comunidad. Los futbolistas pueden ser de cualquier parte del mundo, pero, con sus goles, han de hacer patria catalana. Más que gritar "gol" con acento payés, sería más productivo, por parte de Laporta, pretender la libre circulación de jugadores por la zona de la Corona de Aragón.

El deporte cada día se utiliza más como plataforma para la arenga nacionalista. La creación de una selección catalana es una realidad, sólo que no tiene cabida en ninguna competición de valor; y la endogámica Copa Catalunya de momento no le da más que disgustos al mayor ostentador de la insignia patria. Las gradas de Montmeló se engalanaron de banderas asturianas para animar a Fernando Alonso. A Carlos Sainz, sin embargo, el público no le jalea con la enseña de la Comunidad de Madrid cuando corre un rally, ni los jugadores del Real Madrid han aireado un localismo triunfal en sus tiempos de gloria.

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Incluso en agosto, cuando aún no ha empezado el circo político con su estruendo de descalificaciones y traición, ser madrileño ayuda a descansar. Los madrileños tenemos nuestras obras y nuestros tránsfugas, nuestros delincuentes y nuestro calor, pero no vivimos continuamente anhelantes o desesperados por subrayar nuestra identidad. Nadie se siente especialmente maltratado por el Estado ni singularmente bendecido por Dios por haber nacido aquí. No aguardamos la independencia como una redención, ni hablamos un idioma en detrimento de ningún otro.

Los madrileños que ahora veranean fuera se han despojado del poco apego que le profesaban a la ciudad, y la propia Villa se ha travestido en una urbe pacífica y deshabitada. Nadie se parece a quien normalmente es. La vaga identificación que los madrileños tenemos con nuestra ciudad se derrite aún más en verano. Los que paseamos por las costas de España observamos curiosos el orgullo con que la gente habla su lengua, come sus guisos y adora la tierra de sus antepasados. Eso está bien. Al hacer un paralelismo con Madrid fracasamos. Nuestros padres no nacieron en la capital y aquí no sirven cocido en agosto. Los que nos quedamos seguimos intentando averiguar qué encanto le ven los japoneses a la Cibeles. Madrid no nos exige. No la exigimos. Qué liberación.

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