Leopold, el asesino
A primeros de abril, en el noveno aniversario del genocidio de Ruanda, las autoridades municipales de Nyamata dispusieron que uno de los asesinos confesos tuviera un día de permiso en la localidad para que reconociera allí sus crímenes y pidiera perdón. El encuentro se celebró en la iglesia católica local. Leopold, el preso en cuestión, había formado parte de una banda hutu que en 1994 asesinó, entre otras, a 3.000 personas que se refugiaron en esa iglesia.
Si existe en la Tierra un grupo de gente que conozca bien lo que es el horror, son los residentes de Nyamata. Las matanzas en este pueblo seco y polvoriento fueron tan espantosas, incluso para lo habitual en Ruanda, que el Gobierno lo ha escogido como lugar de conmemoración nacional del genocidio. Los que llenaban la iglesia y oían hablar al preso eran, en su mayor parte, supervivientes, tutsis cuyas familias fueron eliminadas, normalmente ante sus propios ojos. "Pero hubo un momento, en sus palabras, que sobrepasó de tal forma todo lo imaginable que la gente reaccionó con exclamaciones, gritos y alaridos", cuenta William Karemera, teniente de alcalde de Nyamata y organizador de la reunión. "Fue cuando el hombre confesó que sus compañeros y él se habían abalanzado sobre los cuerpos amontonados en el suelo de la iglesia, los habían abierto y habían devorado los corazones".
El hombre que declaró que había devorado los corazones de sus víctimas es uno de los 40.000 amnistiados
El Gobierno anterior empezó a movilizar a los jóvenes en 1992 para enseñarles a matar
"Nos dijeron que matáramos a todos. Ser mujer o niño no significaba que no fueran tutsis"
Leopold huyó el 24 de abril de 1994, tras haber participado en el asesinato de 7.000 personas
Lo que Leopold califica de 'trabajo' fue para la gente que estaba en la iglesia el terror absoluto
El título completo de Karemera es "teniente de alcalde para Asuntos Sociales". Es el eufemismo más delicadamente inapropiado que se ha visto nunca. Aquí, "Asuntos Sociales" significa dos cosas, fundamentalmente. Acoger de nuevo en la comunidad y ayudar a volver a la vida normal a numerosos asesinos recién salidos de la cárcel, y servir de lubricante entre ellos y las personas a cuyos padres, madres, maridos e hijos despedazaron hace todavía demasiado poco para que los recuerdos se hayan desvanecido o el dolor se haya mitigado. Karemera -un tutsi exiliado en Uganda cuando ocurrió el genocidio- es un hombre optimista y lleno de energía que se enfrenta a la labor social más difícil del mundo con una mezcla cuidadosamente equilibrada de respeto, solemnidad y buen humor.
El hombre que declaró que había devorado los corazones de sus víctimas es uno de los 40.000 presos (de 120.000) puestos en libertad en una amnistía anunciada por el Gobierno en mayo. Ahora está de nuevo en Nyamata. Y Karemera me lleva a verle.
Su nombre es Leopold. Vive en casa de su madre, una cabaña de barro situada entre pinos y plátanos a las afueras del pueblo, junto a la carretera de tierra que viene desde la capital, Kigali. Es alto y delgado, tiene 32 años, músculos alargados y manos poderosas. Lleva pantalón verde lima, camisa hawaiana grandona, robustas botas negras de tipo Doc Martens y gafas de sol oscuras y envolventes. Lo que más llama la atención de él es su cabeza. Extrañamente puntiaguda en la coronilla; mejillas redondeadas, altas y protuberantes; una barbilla tan afilada que parece formar la letra V. Un caricaturista le dibujaría como una mosca humana con cuerpo de Tarzán.
Vuelta a la normalidad
Estamos sentados en un claro, apartados de la cabaña de barro, en unas sillas que ha colocado en círculo, callada, su anciana madre. Estamos William y yo, un traductor y un conductor que ha venido conmigo desde Kigali. Tres tutsis y un periodista extranjero. Pero, si Leopold se siente intimidado o incómodo, no lo demuestra. "La vida me ha ido bien desde que salí, el 12 de mayo", dice con una voz clara y segura, las manos gesticulantes y las piernas estiradas y abiertas. "No tengo ningún problema con la gente. Voy a las tiendas del centro y la gente me invita a beber, a veces incluso los tutsis".
Extraordinario. Pero no es el único genocida recién liberado que dice haber tenido experiencias similares. La única explicación posible parece ser que la necesidad práctica de seguir viviendo juntos ha enterrado, o dejado de lado, el odio que tantos deben de sentir. La pregunta que Leopold puede ayudar a responder es cómo es posible que él, y decenas -o cientos- de miles de hutus como él, se vieran empujados a caer en esa barbarie sin precedentes. La historia del genocidio de Ruanda se ha relatado muchas veces, pero siempre desde el punto de vista de las víctimas o de los antiguos rebeldes tutsis, el Frente Patriótico de Ruanda (FPR), que detuvo las matanzas en julio de 1994, lleva en el poder desde entonces e intenta recibir el respaldo democrático de la población por primera vez en las elecciones presidenciales que se celebrarán el 25 de agosto. Ahora ha salido en libertad el primer grupo de asesinos. Como condición para salir, todos han reconocido sus crímenes. Leopold ofrece la oportunidad de oír personalmente, con la franqueza de un hombre que ya no tiene necesidad legal de ocultar nada, la historia de la mayor atrocidad ocurrida en el mundo desde los nazis, desde el punto de vista de quienes la llevaron a cabo.
¿Qué ocurrió? ¿Qué le hicieron a su mente para convencerle de hacer lo que hizo? "Había mucha organización detrás de todo. El Gobierno anterior empezó a movilizarnos en 1992 con reuniones, sesiones de entrenamiento de jóvenes como yo para enseñarnos a matar cuando llegara el momento. Nos llamaban la Interahamwe. Pero lo más importante fue que sembraron el miedo y el odio en nuestros corazones". ¿Odio? "Sí, desde que era niño nos habían dicho en la radio, incluso en la escuela, que los tutsis querían expulsarnos de nuestras tierras, que deseaban todo el país para ellos. Nos dijeron que los tutsis no eran verdaderos ruandeses, que procedían originalmente de Etiopía y que nosotros, los hutus, eramos los auténticos, el pueblo superior".
Leopold es curiosamente elocuente para ser alguien que sólo trabajó la tierra y no sabe leer ni escribir, aunque, tal vez, lo que él no capta es la comparación que se ha hecho entre la propaganda del régimen hutu antes del genocidio y el mensaje que los nazis plantaron en las mentes alemanas sobre los judíos. La analogía con la Alemania nazi cobra más fuerza cuando explica de qué forma los cerebros que orquestaron el genocidio -varios comparecen en la actualidad ante tribunales para crímenes de guerra en Tanzania- habían introducido el miedo en los corazones de los hutus. "Nos dijeron", cuenta Leopold, "que nos estaban atacando. Que las cucarachas del FPR iban a matarnos, y que teníamos que luchar y responder o morir. Que debíamos acabar con todos, hasta el último tutsi, porque eran demonios y, si no los eliminábamos, siempre existiría la amenaza".
Fue la paranoia llevada hasta el extremo más bárbaro. Hermann Goering explicó lo fácil que era conseguirlo en los juicios de Núremberg. "Siempre se puede lograr que la gente haga lo que quieren sus dirigentes. Es fácil", dijo Goering. "Lo único que hay que hacer es decirles que les están atacando".
En Nyamata, la pesadilla comenzó el 10 de abril de 1994. Leopold se acuerda muy bien de la fecha. El alcalde, un coronel del ejército y el gobernador de la provincia de Kigali convocaron una reunión de la sección local de la Interahamwe (que significa "los que atacan juntos"), de la que Leopold era un miembro impresionantemente letal. "Nos dijeron que había llegado la hora. El enemigo estaba atacando. Nos recordaron que todos los tutsis eran nuestros enemigos, todos eran cucarachas, incluidos nuestros vecinos; el mismo mensaje que habíamos oído durante los meses anteriores, cada vez con más frecuencia, en la radio del Gobierno. En la reunión éramos unos 400, todos jóvenes y fuertes. De la reunión nos fuimos a nuestras casas, cogimos nuestras pangas, nos reagrupamos y salimos a cortar gente".
¿Qué ocurrió en la iglesia? "Eso empezó el 14 de abril. Se habían unido a nosotros unos soldados. Gente de todos los alrededores había llegado corriendo al pueblo y se había encerrado en la iglesia. Estaba al mando el jefe de la academia militar. Llegó con tres autobuses llenos de soldados. Dispararon balas y lanzaron granadas contra el interior de la iglesia, de forma que algunas personas tuvieron que salir. Nuestros hombres les esperaban y les iban matando con las pangas. Por la noche, cuando se acababan las balas, los soldados volvían a sus cuarteles. Nosotros nos íbamos a dormir porque estábamos muy cansados. Al día siguiente volvíamos a seguir con nuestro trabajo. Usábamos pangas y manos de mortero, afiladas y con clavos en ellas, para hacer el trabajo con más eficacia".
Lo que Leopold califica de "trabajo" representó para la gente que estaba en la iglesia un terror tan absoluto que no existen palabras para describirlo. El asedio de la iglesia duró cuatro días y cuatro noches. ¿Qué pasó por la cabeza de aquellas personas?, ¿qué sintieron las madres al saber que sus hijos pequeños y ellas estaban condenados a morir muertes horribles?, son preguntas que, en aquel entonces, ni se le ocurrieron a Leopold. Todavía no parece comprender toda la monstruosidad de lo que hizo. En caso contrario, no habría podido permanecer tan sereno durante las dos horas de nuestra entrevista. En caso contrario, habría sufrido las emociones normales de un ser humano; si no hubiera matado algo fundamental dentro de sí mismo cuando asesinó a toda esa gente, se habría venido abajo, no habría podido seguir hablando. En caso contrario, cuando le pregunto si había devorado los corazones de la gente a la que había matado, no habría respondido -con voz firme, como si no le sorprendiera la pregunta, y tras una mínima vacilación- que él no, pero que algunos miembros de su banda sí los habían comido.
Lo que más parece preocuparle es que no me queden dudas sobre la eficacia del trabajo que llevó a cabo. "He oído decir que algunas personas salieron con vida de la iglesia. ¡Imposible!", dice. "No pudo sobrevivir nadie. Acabamos por completo. Estábamos todos cubiertos de sangre. La iglesia estaba cubierta de sangre. Sangre por todas partes. Todos estaban muertos. De los cuerpos que quedaron fuera de la iglesia se hizo cargo el ejército, que trajo una excavadora para taparlos. Los que no podíamos cubrir, los enterramos en hoyos que cavamos detrás de la iglesia. El ejército vigiló el templo durante muchos más días, así que cualquiera que hubiera podido sobrevivir en el interior no habría podido salir. No, no hubo supervivientes. Completamos el trabajo. Nos consideramos vencedores. En la radio hubo celebraciones. Dijeron que estábamos derrotando a las cucarachas".
¿Cómo se justifican a sí mismos el hecho de matar a mujeres y niños de forma tan indiscriminada como mataban a los hombres? ¿Eran una amenaza equivalente? "No se trataba de eso. Nos dijeron que matáramos a todos. No había diferencias. Ser mujer o niño no significaba que no fueran tutsis". ¿Cómo pudo creer lo que le decían? ¿Se había vuelto loco? "Nos confundieron. Nos hicieron sentir que lo que hacíamos era por el bien del país. Nuestro deber patriótico. Había que hacerlo y tenían que vernos haciéndolo, todos los días, desde las seis de la mañana hasta las ocho de la tarde".
Cadáveres y más cadáveres
Leopold dejó de trabajar el 24 de abril, después de haber participado en el asesinato -calcula- de más de 7.000 personas. "Se acercaba el FPR. Teníamos que huir. Me dijeron que había un lugar llamado Zaire. Caminamos y caminamos hasta llegar allí. Por el camino, en todas partes, vimos cadáveres y más cadáveres. En putrefacción. Lo que ocurrió en Nyamata ocurrió en toda Ruanda. Tardamos tres semanas en llegar a la frontera. Y cuando llegamos a Zaire, seguimos andando, miles de nosotros". Ésas fueron las imágenes que el mundo vio en televisión, columnas y columnas de gente con ojos vacíos, zombis que marchaban hacia el olvido, empujados por una fuerza aparentemente inexplicable. En el extranjero, pocos comprendieron que la fuerza que empujaba a esas personas era la mera angustia de pensar que lo que les habían hecho a los tutsis se lo iban a hacer los tutsis a ellos.
Muchos se quedaron en Zaire y entablaron una guerra de "contra", sin recatarse en aclarar que su objetivo era "volver para acabar el trabajo". Leopold permaneció tres meses y luego, movido por el hambre como tantos otros hutus, volvió a su país. "Estaba tan desesperado que, aunque estaba seguro de que el FPR me iba a matar, volví. Cuando les vi por primera vez, ahora que eran soldados y patrullaban la frontera, me quedé asombrado. Me sorprendió que no tuvieran rabo. Ni cuernos. Que tuvieran orejas. A pesar de todo lo que nos habían dicho, eran seres humanos como nosotros. Y, en vez de matarme, me dejaron pasar y volví andando hasta mi casa".
Al llegar allí, le detuvieron y le metieron en la cárcel. ¿Le extrañó que no le mataran? "Sí. Al principio negué todo, porque pensé que me matarían si decía la verdad". Permaneció en prisión, negándolo todo, durante cuatro años. "Entonces, en 1998, sentí algo en mi interior. De pronto me sentí mal por estar vivo, porque no me habían matado. Me di cuenta de que había cometido acciones muy malas y me sentí obligado a confesar y pedir perdón por lo que había hecho". Cinco años después -es decir, ahora- estaba en libertad. Las organizaciones de derechos humanos han denunciado el abigarramiento de las cárceles ruandesas, un hecho que ni siquiera niega el Gobierno. Pero la única alternativa en un país que se encuentra entre el 10% más pobre del mundo habría sido matar a los presos. Leopold no ve motivos para quejarse. "En la cárcel teníamos comida y agua limpia y, cuando estábamos enfermos, nos cuidaban. Ahora que estoy en la calle veo que estábamos mejor que la gente de fuera".
Desde luego, tiene un aspecto más fuerte que la mayoría de la gente en Nyamata. Ése es, quizá, uno de los motivos por los que dice que no teme que le ataquen por venganza. "Pero si alguien intentara matarme, no me defendería. Preferiría morir que volver a matar". El Gobierno se ha fiado de él, cosa que, a veces, él mismo no puede creer. "Cuando pienso en ello, todavía me sorprende que no me matasen; que ahora me hayan puesto en libertad. ¡Qué diferencia entre este Gobierno y el anterior! Aquél dividía; éste une". ¿Quiere eso decir que en las elecciones estaría dispuesto a votar por el Frente Patriótico de Rudanda, los demonios tutsis de cuernos y rabo a los que intentó exterminar en 1994? "Por supuesto. ¿Cómo no voy a hacerlo? Me han dado la vida, cuando quizá no merecía vivir".
Si eso es lo que piensa de sí mismo, ¿qué le pasa por la mente cuando pasea por Nyamata y ve a esas viudas a cuyos maridos e hijos asesinó? "Me duele pensar que soy parte de su dolor. El otro día se acercó a mí una viuda. Sabía que yo había participado en el asesinato de su marido. Sabía que había sido uno de los que le capturaron. Le pedí perdón y ella me dijo que sí, me perdonaba. Y después me dio una taza de té".
Desde fuera, uno puede preguntarse quién está más loco, Leopold o la viuda. Pero es que todos los ruandeses viven en un mundo vuelto loco. Viven y actúan según la lógica interna de una situación única.. Es otro planeta. Para un europeo, ocho años por asesinato en masa es una sentencia escandalosamente suave. Pero ninguno de los tres tutsis que están conmigo y con Leopold (el conductor perdió a su padre y su madre en el genocidio) se queja. Por el contrario, nos vamos todos juntos a beber una cerveza en el pueblo.
Es una especie de ceremonia de la paz no declarada, la que compartimos, como las que se celebran a diario en toda Ruanda. Charlan, ríen y bromean como si fueran grandes amigos. Todos necesitaban olvidar o, al menos, fingir que lo han hecho porque, si no, ¿cómo podría seguir adelante la vida?
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