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Reportaje:

Un cementerio en el Parque de Cabecera

El 'hipermercado de la droga' recupera su actividad apenas unas horas después de una espectacular operación policial

Los toxicómanos que se abastecen del tráfico de estupefacientes instalado desde hace años en el descampado entre Mislata y Valencia han dado un paso más para consolidar el llamado hipermercado de la droga: quedarse a vivir entre las cañas, en tiendas de campaña o chabolas levantadas con los restos de miles de kilos de basura que ahí se amontonan. Y lo han hecho a pesar de las incesantes protestas de los vecinos de la zona y los golpes de efecto que vende la policía nacional. No habían pasado ni doce horas desde que la policía irrumpiera cual hombres de Harrelson en la mañana del pasado miércoles en el cámping de la muerte desembarcando una treintena de agentes preparados para la foto antes de que volviera todo a la normalidad.

Luis, de Alicante, haría cualquier cosa por su nena, la heroína
Los toxicómanos levantan sus chabolas con los restos de basuras

La policía entró en escena, miró al objetivo, removió en la parte más sólida y visible del campamento, echó abajo los cobijos de miseria y buscó pruebas del supuesto autor de la muerte de un hombre de 30 años, cuyo cadáver fue encontrado cerca del hipermercado hace ya dos semanas. No hubo detenidos por el tráfico de drogas, las tiendas y chabolas volvieron a levantarse y a esconder los pinchazos casi letales en cuerpos de mínimo peso, respirar cansado heridas infectadas y futuro reducido, mientras la muerte de un hombre sigue impune.

Los toxicómanos han ido cediendo terreno en las cañas a las excavadoras, los camiones de arena y los trailers con desechos varios. Las obras del Parque de Cabecera, no sin un importante retraso, han acotado en parte el cañaveral que esconde un ejército de moribundos y cuyos caminos, de escasa anchura y al abrigo de cañas espesas de más de dos metros de altura, escupen tierra al paso constante de coches y furgonetas que se encargan del mortal suministro.

A pesar de las innumerables protestas vecinales, de que en las estadísticas de robos en Mislata y alrededores arruinan porcentajes del delegado del Gobierno, Juan Cotino, sobre el descenso de los delitos, el jefe superior de policía, Alejandro Valle, no acierta a pasar del montaje a la eficacia. Los toxicómanos, enfermos hasta el límite a ojos vista, y los camellos, identificados hasta la saciedad, conviven a su antojo en el hipermercado de la droga.

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Los trabajadores que fueron testigos del desembarco policial del pasado miércoles describieron la operación como espectacular. "Se montó una buena", decía uno de ellos, protegido por un sombrero de ala ancha y entregado en abrir una zanja. Y agregó: "Pero no sirvió de nada, nunca sirve de algo. Llegan, organizan una movida y en cuanto se van esto vuelve a ser al instante lo que era. A nosotros nos roban las herramientas, pasan por delante como zombis auténticos, con el pico en una mano y el pincho en la otra por si alguien se acerca peligrosamente. Todos los días, da igual la hora, hay peleas entre ellos. ¿Pasa algo? No. Nadie hace nada. Los camioneros encuentran día sí y día también a cualquier drogadicto en los caminos, tirado, sin sentido o herido. La vida no vale nada y entre ellos se matan por una dosis. Es un esperpento. Pero la policía lo sabe porque lo ve".

A escasos metros del desierto que ha descrito la obra, bajo una lluvia de calor insoportable, entre dos elevaciones que de lejos parecen dunas, se abre una plaza de arena. Es una ratonera. La entrada es estrecha, al poco se abre describiendo un enorme círculo que puntea los coches aparcados de quienes vienen a proveerse. En la mitad de la circunferencia se asientan varias chabolas. El techo es de uralitas agujereadas, mantas sucias y roídas, restos de cartonaje. Cualquier hueco sirve de puerta. La máxima intimidad se preserva con trapos venidos de sábanas, toallas, camisas o manteles. En esa explanada protagonizó la policía su redada mediática. Y en ese mismo lugar permanecen instalados los mismos, haciendo lo mismo el servicio de los mismos, a los que tienen identificados por el trajín hasta los obreros.

Pero fuera de la plaza, hacia Mislata, donde la obra del parque ni siquiera se adivina, entre las cañas se salpican mínimos y mugrientos habitáculos, anticipados nichos, en los que se consumen los chinos y se pincha la heroína sin sentido, a cualquier precio. Por los caminos más cerrados, por los que sólo se puede ir caminando, se trafica la desesperación a cambio de sexo o de material robado, pero sin contemplaciones. Más que comprar es un trueque, los cuerpos no soportarían una caminata a la civilización ni siquiera por el pico más deseado. Luis lleva tres años ahí. Tiene 27, es de Alicante. Conoce cada curva del terreno, interpreta el viento entre las cañas, tiene numerados los escondites. Apenas le queda pelo, apenas camina erguido. Sus zapatos son dos pares mutilados. Le faltan cuatro dientes, el resto caerá pronto. Lleva dos navajas que sabe manejar. Está atrapado y lo sabe. Haría cualquier cosa por su nena, la heroína. Vio entre la vegetación la operación del otro día. Admite que en grupo los nacionales impresionan, y que quienes patrullan la zona son algunos vehículos de la policía nacional. Asegura que entre todos son capaces de advertir su llegada. No ve a nadie fuera de ese submundo. Pero su miseria, los gritos, las peleas, los chantajes de los camellos que recorren Valencia -porque son los mismos que después van al cauce del río y se encargan de surtir a los espectros del barrio chino- es visible desde los pisos a mayor altura de Mislata. Hay quienes creen, entre los vecinos, que cuando llegue el Parque de Cabecera nadie querrá pasear por él, será un cementerio de cuerpos anónimos.

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