Paisajes de agosto
A estas alturas de la cuesta de agosto ya podemos hablar, como siempre, de que el país arde en fiestas e incendios forestales. Ya podemos tachar en la agenda otro verano más y unos cuantos miles de hectáreas menos. Será el pirómano inmortalizado por Antonio Machado, el hombre que incendiaba los pinares y cuyos nietos siguen cultivando la vieja tradición o el idiota que arroja una colilla mientras trajina con la barbacoa, o serán el calor y la mala fortuna actuando de consuno para que el secarral se extienda y se lo coma todo, hasta que no haya nada que quemar, hasta que no tengamos un paisaje que llevarnos a los ojos que no sea un calvero.
"Han matado a un hombre, ha muerto un paisaje", escribía en el siglo pasado el novelista Francisco Candel. Seguimos matando hombres y seguimos matando paisajes. Es verdad que un paisaje, como dice Candel, es poco sin un hombre (o sin una mujer), pero también es cierto que una mujer (o un hombre) suelen ser poca cosa sin un paisaje. Del paisaje como patria hablaba el poeta suizo Ramuz. En la misma onda, Pío Baroja escribió en El cantor vagabundo: "La patria es lo que se halla de bueno y amable en el país donde se ha nacido y se vive; la patria es el paisaje, el color del cielo y del campo, la manera de cantar que tienen los pájaros, la manera de sonreír que tienen las mujeres y el modo de jugar que tienen los chicos". La emoción del paisaje de la infancia y de la dolescencia atraviesa la memoria y las páginas de muchos escritores.
No hay una sóla página de Josep Pla que no contenga el detalle minúsculo de un precioso y preciso paisaje llamado Cataluña. Su obra monumental (que nadie hemos leído) se puede imaginar como un enorme puzzle que recompone una fotografía de su país en la que nada falta, ni siquiera esa nube que pasa y que va desfibrándose hasta desamueblar el cielo por completo. El paisaje, más allá de la lengua y no digamos de las ideologías, fue la auténtica patria de Pla y muy probablemente de Baroja, los dos algo misántropos, por cierto. "Dejemos que los charnegos sean catalanistas", decía el autor del Quadern gris, "a nosotros nos basta con ser catalanes". Pero el paisaje de Cataluña, como Pla no ignoraba, estaba hecho también de charnegos y sin charnegos ya sería otra cosa que no era Cataluña. Claro que a Pla nunca le pareció, como al viejo Emiliano de Arriaga, autor del Lexicon etimológico del bilbaino neto y xenófobo cierto, que los charnegos, como los maketos, rompiesen su paisaje.
Lo de Pla es otra cosa. La maquinaria agrícola (y no el charnego) es lo que le fastidia, porque rompe el paisaje de su infancia. Llegará un día, piensa, en que no se complacerán en el paisaje campestre más que los poetas. Entonces, dice Pla, "los payeses irán sentados en los sillones de peluquería de las máquinas con una flor en el ojal, un reloj de pulsera y unas corbatas magníficas". La predicción de Pla, salvo en el caso de las corbatas, cuya decadencia ha caminado paralela al auge de nuestras democracias de mercado, se cumplió ce por be. Ahora las cabinas de la maquinaria agrícola están más cerca de una sala de fiestas, con su música aguda disparatada, que del sillón de una peluquería.
Me he acordado de Pla mientras veía por televisión, con la carne de gallina a pesar del calor, cómo ardía Cataluña a despecho de aviones apagafuegos, bomberos y políticos literalmente sacados de la piscina. Luego cambié el canal y volví a ver a Arnaldo Otegi mientras un encapuchado quemaba en sus narices una bandera española. "Qué mal huele la bandera de España", decía don Arnaldo con cara de pirómano vergonzante o de falso bombero. Qué mal huele el patriotismo hirsuto de Arnaldo Otegi. Anticipa un paisaje de guerra civil, un incendio social, con la bandera del enemigo en una mano y una lata (a falta de otra cosa) de gasolina en la otra. Lo suyo no es una recaída en el siglo XIX, sino en Santimamiñe. Quemar banderas en lugar de emplearlas, como escribe Joseba Sarrionadia, como trapos de cocina. Son ganas de hacer fuego.
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