Viento
"LA VIDA es un sueño que uno atraviesa como un sonámbulo", afirma Claire Goll al final de sus memorias tituladas A la caza del viento (Pre-Textos), recién traducidas al castellano, un poco más de un cuarto de siglo después de su publicación original en francés. "Una espuma risible, un poco de niebla para envolver unas horas que tenemos contadas. Por un breve momento, nuestra mente ocupa una funda gelatinosa. Hay que sacar todo lo que se pueda de ello. Yo he hecho todo lo que he podido: he dado mucho amor y he recibido más aún. De mis días y de mis noches, es todo lo que me queda". No es un mal balance para cualquier existencia, pero, aún menos, para esta mujer, judía alemana nacida en Múnich en 1890, casada con el poeta franco-alemán Yvan Goll, sobrina del filósofo Max Scheller y que tuvo el privilegio de estar en todos los lugares y momentos clave de la modernidad del siglo XX, tratando en directo a sus protagonistas, fueran pensadores, literatos, artistas plásticos o simples agitadores. Señalar al respecto que estuvo en el Zúrich dadaísta, en el Berlín espartaquista, en el París de entreguerras o en el Nueva York de la inmediata posguerra es casi lo mismo que proclamar sus amoríos con Rilke o su amistad con James Joyce, Malraux, Jung, Breton, Chagall, Dalí, Mondrian, Celan, etcétera, no todas ellas saldadas con el mismo entusiasmo.
Con tan sólo lo indicado ya cabe hacerse una idea acerca del interés de lo que cuenta en estas memorias descritas a los 85 años, pero lo que a mí me ha llamado más la atención de su estupendo relato, que tiene el brío de una poeta que lo ha vivido todo, no es tanto la abrumadora información acopiada sobre el sinfín de personajes que trató, sino la efervescencia creativa del primer tercio del siglo XX, cuando las circunstancias no podían ser más hostiles y la mayor parte de los jóvenes vanguardistas, hoy considerados figuras capitales de la cultura de nuestra época, eran unos miserables parias llenos de entusiasmo, a quienes no tomaban en serio ni sus propias familias. En cualquier caso, en apenas unas pocas décadas, un centenar de escritores y artistas, sin apoyos, ni recompensas, diseñaron un mundo, de cuyos réditos seguimos viviendo en nuestra actualidad atiborrada de aparatos, que procesan ideas heredadas.
Desde luego, basta con echar una ojeada a la historia para comprobar que la creación intelectual y artística casi nunca ha respondido a un bienestar físico o moral, pero no por ello deja de resultar asombroso que la hipertrofia estética de nuestra sociedad casi haya reducido a cenizas el espíritu de invención, quizá porque éste sólo se agita en la intemperie, al resguardo del confort y la promoción, como ese viento -ese soplo de inspiración- que va a su aire y necesita cazadores sin recompensa, como esa hoy olvidada Claire Goll y la rutilante tropa de sus amigos que abarrotan las páginas gloriosas de nuestra historia.
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