Una vida al servicio del disimulo
No hay cena, ni comida, ni reunión de amigos, en la que no salga a relucir este verano la asignatura de religión. Y es que así como todo el mundo tiene una idea de cómo debe ser un programa de Lengua, o de Matemáticas, nadie se pone de acuerdo en cómo articular en pleno siglo XXI los contenidos de una materia que debe incluir, por un lado, cuestiones de fe inofensivas como el Misterio de la Santísima Trinidad, pero, por otro, apologías de terrorismo que incitan a la persecución de los homosexuales. ¿Dónde colocar los límites de disciplina tal teniendo en cuenta los derechos reconocidos por la Constitución, así como las nuevas formas de religiosidad aparecidas con la exaltación del mercado?
La exaltación del mercado ha impulsado nuevas formas de religiosidad
Con relación a esto último guardo, entre los recortes de prensa dedicados al regreso de la religión, una noticia según la cual un empleado de Coca-Cola fue despedido de su trabajo por beber Pepsi-Cola. Parece que no tiene nada que ver una cosa con la otra, excepto si admitimos que la Coca-Cola y la Pepsi-Cola han desbordado en EE UU el concepto de marcas comerciales para devenir en creencias religiosas. Precisamente, hace poco estaba firmando libros en El Corte Inglés cuando se acercó un jefe de sección que, tras comprobar que no nos observaba nadie, me dijo en voz baja, con un gesto que abarcaba al resto de los empleados:
-Que conste que no soy uno de ellos.
Al principio no entendí qué quería decirme, pero se abrió ligeramente la chaqueta dejándome ver la etiqueta, que era de Zara. Le pregunté si no tenía miedo de que lo descubrieran y me dijo que sí, pero que llevaba mucho cuidado.
-De todos modos -añadió-, no siempre me arriesgo tanto como hoy. Normalmente sólo me atrevo a llevar, de otras religiones, la ropa interior, que no se ve.
-¿Pero por qué no trabaja usted en Zara -le pregunté-, si ésa es su religión?
-En realidad, soy ateo. Si trabajara en Zara, me pondría ropa de El Corte Inglés porque es mi modo de apostatar.
Me intrigó que me hiciera aquellas confidencias y quedé para tomar café tras la firma. Me citó, por cierto, en la cafetería de la FNAC. Cuando llegué, ya estaba esperándome y le noté nervioso.
-¿Qué le pasa ahora?
-Usted dirá, tomando café en un templo de otra religión.
El hombre quería que contara su historia en el periódico. Llevaba 15 años en El Corte Inglés y nadie tenía la menor sospecha de que era ateo. Toda una vida al servicio del disimulo.
-Ni mi mujer -añadió- sabe que no soy creyente. A veces hago la compra en Alcampo, pero antes de entrar en casa cambio las etiquetas de los alimentos y pego en ellos las de El Corte Inglés.
-¿Y ella no se da cuenta?
-Qué va. Los quesos de todas las religiones tienen el mismo sabor. Lo importante es la etiqueta. Si yo le doy a usted una oración sintoísta impresa en el Vaticano, a usted le parecerá una oración católica.
-¿Y por qué entonces las guerras de religión?
-Las guerras de religión han sido siempre guerras de etiquetas.
El hombre me ofreció una perspectiva completamente nueva del hecho religioso. Me habló de la transustanciación del dinero negro en billetes de curso legal, convenciéndome de que hay más misterio en la cripta de un banco que en el sagrario de una iglesia. Me hizo ver que muchos de los que nos consideramos ateos somos, sin saberlo, creyentes, ya que la tarjeta de El Corte Inglés, por ejemplo, no es tanto un instrumento de compra como una estampita. En algún momento tuve que admitir que yo mismo creía en El Corte Inglés porque un día obró sobre mí el milagro de cambiarme unos zapatos usados, que había comprado en otra religión, sin hacerme una sola pregunta. Le confesé que me sentí como san Pablo al caerse del caballo y que ese mismo día solicité la estampita. No le hice el reportaje porque pretendía salir con nombre supuesto y pasamontañas, pero no dejo de pensar en él.
Queda claro, en fin, que no va a ser nada fácil ponerse de acuerdo sobre los contenidos que debería tener hoy una asignatura de religión como Dios manda. En cualquier caso, si es verdad que cuando una tragedia se repite lo hace en forma de comedia, el misterio de la Santísima Trinidad, que para nosotros fue un drama porque no había forma de entenderlo, para nuestros hijos será una juerga porque lo leerán en clave de vodevil.
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