De la tasca El Guardia a la salsa
Dos ocurrencias habrían de marcarle el año 1982 al paseante: ver a su sobrino de drag queen inaugural de la marcha provinciana, y al socialista Felipe González de presidente del Gobierno español. La primera fue toda una pasada familiar; la segunda, toda una pasada política. Inesperadamente, su sobrino mudó el Derecho Romano por unos tacones de aguja, mucha hombrera y unas uñas esmaltadas de negro; y Felipe González, la chaqueta de pana de Suresnes y los clarines del carisma, por la Moncloa y un sí a la OTAN, que se sacó de la manga, a la hora estipulada. Pero la gloria se la llevó la drag queen, que puso su efímero glamour a una noche, que ya se despendolaba por los altos andamios del Benacantil alicantino, aún con sabor a agua de Valencia y oliéndole toda la liturgia a un buen canuto de maría, por un laberinto de callejas, escalinatas, orines, costanas, neones, pubs, vomitonas, grescas y denuncias del vecindario. Qué escenografía tan centelleante la de los viejos barrios de Santa Cruz, San Roque y otros que citan los vetustos y nada vetustos, aunque quizá más incómodos, cronistas, y que ahora la terminología administrativa resume en un lapidario y estadístico Casco Antiguo.
"Qué escenografía tan centelleante la de los viejos barrios de Santa Cruz, San Roque..."
"El nuevo escenario cae a babor del Meliá y sus fases y a estribor de los pantalanes del puerto"
De tales territorios había que desalojar rebeldía, sexo, alcohol y menudeo, como si el circuito buscara la evasión por Broadway y naufragara en el Postiguet: Estoy bien, me siento muy bien. Es el chocolate con el rock. Pero no calcularon que los jóvenes de los 80 y sus camadas, antes que palmar o deponer la irreverente contracultura, iban a enrocarse en aquellas barricadas. Así es que con la protesta y el pretexto de ciertos planes urbanísticos, con los escombros de la persuasión y la turbiedad de esas especulaciones, bajo cuerda, a mediados de la última década del siglo, polémica va y viene, se levantó un nuevo escenario para el ocio, la copa, la música-disco o la salsa, y el desamor: "Es la zona de los pijos", sentencia un heavy, entrado en carnes y centrifugando el malta, con la inconfundible divisa del edil reciclado, en alguna compañía de aguas. Y como canta el borde: Los jefes van de coca, los curritos de tinto y aspirina. "Os hace una de éxtasis", sonríe al paseante y a su amigo, el sociólogo doctorado en el síndrome de Peter Pan, y como si nada.
El nuevo escenario cae a babor del Meliá y sus fases (el clamoroso degüello de una espaciosa perspectiva urbana), y a estribor de los pantalanes del puerto deportivo de Alicante, frente a la Plaza del Mar, la fuente iluminada y un grupo escultórico de exaltación a la milicia, entre la nostalgia y la horterada. El nuevo escenario ocupa un lugar de privilegio y está a tope de restaurantes, cafeterías, paseos, pubs, bares de ambiente, terrazas y multitudes de jóvenes y adolescentes, en las madrugadas calurosas. Pero se abigarra, cuando sobre la cuatro, se precipitan de los barrios altos esa marcha de vaqueros y zapatones, con la litrona a la bandolera. Bajan de sus cuarteles, por Argensola y Cienfuegos, por Virgen de Belén y Cisneros, por padre Maltés y Montengón, que luminoso callejero de historias y azoramientos: en la calle de Labradores, por ejemplo, está la frontera, y allí ahorcaba la justicia de los poderosos, por donde ahora corre el tumulto de la creación, a tomar el puerto, o la ruta de la madera, donde se escucha rock en vivo, o al Rave tan reciente: botellón con grupo electrógeno, para el bailongo, antorchas, cubatas, gin-tónics, lo que echen.
Por los 50, los jóvenes, airados y amordazados, subían a la plaza del Carmen o a la de Quijano, observaban el puerto, los muelles, las grúas, el horizonte, que era una línea de libertad o de náusea, y acababan en la tasca El Guardia, haciéndose unos vinos con un plato de habas hervidas, mucha guindilla y más incertidumbre.
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