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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Elogio de la ruina

El discurso despiadado, lleno de sarcasmo y lucidez, de un pintor alcoholizado que estuvo en Auschwitz contra quienes le piden que abandone su casa y exponga sus cuadros ofrece a Jean Améry, en ésta su única novela, una vía de acceso al horror de los supervivientes.

José Luis Pardo

A propósito de los supervivientes de Auschwitz, se ha utilizado hasta la saciedad el término testimonio. Al mismo tiempo, se ha convertido en un tópico el carácter inenarrable, y hasta meramente inexpresable, de la experiencia de la cual las víctimas eran portadoras. Uniendo estas dos determinaciones, obtenemos un enigma: ¿cómo testificar sobre algo que no se puede decir? ¿Cuál es el secreto que los que han resistido saben y por qué resulta tan difícil de transmitir a quienes carecen de esa experiencia? Lefeu, la única novela escrita por Jean Améry, es una de las posibles respuestas a esta pregunta, porque se trata de una pregunta tan difícil de formular que el distanciamiento que proporciona la ficción -la posibilidad de figurarse a sí mismo como un personaje de cuyas palabras y acciones no hay que responder como de las propias- ofrece una vía de acceso a lo inexplicable.

LEFEU O LA DEMOLICIÓN

Jean Améry

Traducción y notas de E. Ocaña Pre-Textos.

Valencia, 2003

220 páginas. 20 euros

Como Améry (nacido Hans Meier), Lefeu no se llama "Lefeu": ha afrancesado su apellido (Feuermann) para disimular la brecha que le impide, a partir de cierto día, seguir siendo el mismo. Como él, es un superviviente de los campos de exterminio. Y, también como él, experimenta esa condición como algo insoportable. Dice en algún momento: "Todo cuanto he hecho o dejado de hacer desde 1945 está condicionado por mi incapacidad para soportar mi propia victoria como superviviente". Éste es el problema: quienes han sobrevivido a un horror de aquella naturaleza saben que hay algo peor que la muerte, algo que tienen grandes dificultades para expresar no sólo por su horror, sino porque es casi imposible encontrar un lenguaje compartido con el cual comunicárselo a aquellos que, por no haber atravesado aquel infierno, quieren honrada y comprensiblemente "pasar página" y mirar al futuro con optimismo (¿y quién podría reprocharles eso?). Ésa es la tragedia de Lefeu: es una incongruencia viviente; no entraba en los cálculos de sus verdugos que pudiera sobrevivir, y quienes son ahora sus vecinos no quieren torturarse pensando que aquello tan abominable, de lo cual el que ha resistido es la prueba, haya sucedido en su propio tiempo, les gustaría pensar que aquello pasó "en otro tiempo" que ya no es el suyo. Lo grave no es que a Lefeu le guste vivir en un estudio desvencijado que huele a alcohol y a tabaco, compartir lecho con una poeta enloquecida o pintar cuadros que nunca podrán exponerse en la Documenta de Kassel. Lo grave es que el progreso, implacable, quiere reparar esa incongruencia; le pide que se adapte, que no se resista, que acepte la demolición del edificio insalubre en el que habita y que se traslade a un apartamento ventilado y moderno, que se avenga a exponer sus cuadros en una galería de renombre bajo el rótulo de "realismo metafísico" que los hará admisibles en los salones contemporáneos. No están dispuestos a dejar que desperdicie su vida y su talento. Pero a un superviviente no se le puede pedir que no resista (ya es tarde para él: ya ha resistido). Y esta petición de conciliación es la que desencadena el discurso despiadado de Lefeu-Feuermann a lo largo de doscientas páginas -magníficamente traducidas por Enrique Ocaña- de sarcasmo y lucidez contra los constructores que le expulsan de su vivienda y contra el mercado del arte que le expropia sus cuadros. El lema de este progreso "urbanístico" y "artístico" -nada debe desperdiciarse- recuerda demasiado al que, de hecho, reinaba en Auschwitz: no dejar perder ni un soplo de fuerza de trabajo, ni un centímetro de piel, ni un diente; y un oído entrenado en el terror no puede por menos que detectar en estas exhortaciones a la modernización un eco del espíritu que en el Lager invitaba a adaptarse, a abandonar toda resistencia, porque -como también en los campos recomendaban los más sensatos- resistirse es, a la larga, peor. Y, aunque ello no signifique identificar a Auschwitz con el mundo, e incluso aunque las esperanzas de victoria sean insignificantes y menos importantes aún los deseos de sobrevivir, Lefeu tiene que testificar que adaptarse es, en muchos casos, lo peor. Aunque a muchos de sus contemporáneos no les guste oírlo.

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