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Columna
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Pesadilla

Cierro los ojos, se abre el telón y empieza el desfile folclórico y municipal de la pesadilla. Todos los pueblos y ciudades de la nación están gobernados por especuladores que descansan de sus negocios en los brazos sentimentales de la música popular. Las penumbras de mi inconsciente se vuelven locas y me hacen imaginar un futuro aterrador. La alcaldesa de Gijón pasa sus noches con un gaitero que piensa renovar por la base las danzas asturianas. El alcalde de Barcelona acaba de conseguir el apoyo de su ciudad gracias a una experta en sardanas y secretos de alcoba, muy seguida por las fidelidades milenarias de la población. El alcalde de Marbella convoca en su apoyo una manifestación de pensionistas, que no se movilizan por el bocadillo, ni por un reparto de entradas de toros, sino por afecto a las revistas del corazón y a las antiguas tragedias de una cantante. Cuando aparece Jesús Gil, con su camisa abierta y su cadena de oro como una risotada amarilla sobre el pecho, mi inconsciente llega al límite de la resistencia, se produce un cortocircuito en la pesadilla y me despierto. Tardo en reponerme, me seco el sudor frío, me levanto, me tomo un vaso de leche y un tranquilizante, y dejo que el aire del amanecer me devuelva a la vida, a una realidad que todavía no es una pesadilla. Mientras llega la hora de comprar los periódicos, busco en la biblioteca El príncipe, y me pongo a leer a Maquiavelo. Voy a empezar por el principio, no estoy dispuesto a reírme de mi pesadilla, porque no tiene gracia.

El esperpento municipal de Marbella es grave, pero mucho más grave es el desparpajo con el que se están lanzando comentarios y cohetes chistosos sobre la política. Hay comentaristas, sobre todo en las cuevas más reaccionarias de la prensa nacional, que disfrutan con frases irónicas sobre la farsa democrática de los corruptos, los concejales, las folclóricas y el populacho. El descrédito de la política es un festín para aquellos que la consideran innecesaria, para los que piensan que la patria legítima del poder es la conversación de los negociantes. Un político debe ser un tonto a sueldo, incapaz de tomar decisiones por su cuenta, sin ideología ninguna, y para ello nada mejor que acabar con la política. Cuando todo sea circo y telebasura, bastará con cambiar a los tontos ridículos por tontos discretos, gente que esconda el vacío de sus cabezas y sus firmas bajo la seriedad de una corbata y la mediocridad de una inexistencia. La idea de que los inteligentes, los buenos profesionales, las conciencias honradas no se meten en política, más que una realidad, es una vieja esperanza de la derecha, que no necesita políticos para gobernar, porque sus transformaciones de la realidad descansan en el trabajo de una fauna tan preocupada de sus propios negocios que no tiene tiempo de meterse en política. Jesús Gil y Julián Muñoz no son un descrédito de la política, sino la ridiculización de unos especuladores que no han sabido cumplir con su deber, disparar con silenciador, robar discretamente. Lampedusa escribió en El Gatopardo que las hienas habían sustituido a las águilas. Ahora vivimos el tiempo de los monos titiriteros. Para defendernos de águilas, hienas y monos, parece imprescindible defender la política, y la verdadera tragedia es que imaginar que pueda tratarse de una tarea imposible.

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