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Reportaje:PAISAJES IMPREVISTOS

Las dos lagunas

A menudo los sabios nos parecen sabios por su capacidad para recordarnos lo evidente, por su don para expresar lo que todo el mundo sabe, y evitar, sin embargo, que se les reproche. Nada permanece: esto lo sabemos, lo sabremos y lo supimos; lo supimos antes incluso de que el viejo Heráclito lo formulara solemnemente. Al filósofo de Éfeso se le llamó "el oscuro", pero no, desde luego, porque tuviera la ocurrencia de proclamar el resultado de una observación que puede hacer cualquiera. Más le habría convenido ese sobrenombre a Parménides, quien, cegado por una supuesta verdad metafísica, defendió con bastante jactancia la mentira consistente en afirmar que la transformación de lo real, tan clara, es más bien una apariencia espuria.

"La laguna de San Benito no está, o permanece apenas, entre Ayora y Almansa"

Así que todo cambia. Y los paisajes están sujetos, como todo lo demás, al cambio permanente. Tardará más o menos tiempo, sí, pero acabará llegando. Tal cosa forma parte de la naturaleza de los paisajes, aunque no nos guste para muchos -tantos- paisajes de la naturaleza. Le sucede, por ejemplo, a la laguna de San Benito, tan cambiada que ya no existe... apenas.

Esta laguna no está, o permanece apenas, en el límite provincial de Valencia y Albacete, justo a medio camino entre Ayora y Almansa. Al pie de la vertiente oriental de la Sierra del Mugrón -esa alargada mesa, ese muro verde y rosa- se extiende una amplia porción de valle con forma de cubeta en cuyo fondo hace décadas todavía afloraba continuadamente el agua de un acuífero inmenso. Hoy, por efecto de la extracción a gran escala para los regadíos de la zona y por el uso de su lecho mismo para el cultivo de maíz, remolacha y cereales, la laguna -o algo parecido a lo que fue- ya sólo retorna durante los otoños muy lluviosos.

No resulta difícil entender, por tanto, que el visitante llegue al caserío de San Benito con la doble voluntad de admirar la realidad actual de este lugar y, a la vez, su realidad de antaño, pues a pesar de ser ésta ya únicamente imaginable puede aplicarse sobre ella una admiración legítima, sin que importen demasiado los tintes de consuelo. El caso es que esta cuña de La Mancha en tierras valencianas posee ahora una fisonomía agraria marcada por la textura de los campos de trigo y por el verde húmedo de los maizales y de las parcelas dedicadas al nogal masivo. Añádanse los correspondientes almendros, olivos y viñedos diseminados; dibújese el contorno de los cortijos con palomar y el de las terrosas casas de labor agrupadas en el poblado de San Benito; téngase en cuenta el toque cervantino que proporciona un viejo caserón del XVII avariciosamente rodeado por pinos densos; píntese en torno el vuelo de las palomas y escúchese, por último, el balido de las ovejas en los corrales. Se obtendrá así una estampa exacta de lo que nos encontramos en y alrededor de la laguna fantasma de hoy en día.

Por su parte, la realidad pasada tiene -en nuestra imaginación- agua, carrizos y espadañas, y una espaciosa estepa circundante. La elevada arenisca del Mugrón, llena de abrigos y agujeros, vigila desde su vértigo los encinares que pueblan las zonas de ladera. Van llegando las bandadas de ánades y gansos, mientras las avutardas apeonan entre el cantueso. Se han ido las cigüeñas. Para sustituirlas en invierno vendrán las grullas, cruzando en lentas flechas el cielo excesivo. Por el sendero andan un hombre y una mula.

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