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Crónica:ESCENARIOS URBANOS
Crónica
Texto informativo con interpretación

El tiempo detenido

Para muchos viajeros, Oliva es un largo tropiezo en la carretera que une Valencia y Alicante. Una calle inacabable, tortuosa, de calor bochornoso, repleta de semáforos y de coches parados. Desde esa perspectiva, es lógico que ignoren que Oliva es también uno de los pueblos más hermosos y mejor conservados del País Valenciano. Carece, sin duda, de la monumentalidad que ha dado su fama a Morella o a Xàtiva, y también de la nitidez tersa, grácilmente silueteada, que quizá aún conserve alguna villa marinera. Su belleza es de otra clase, honda y humilde, distintiva, como un universo peculiar y secreto, hecho de calles blancas, empinadas, tortuosas, de casas sólidas y sobrias, de perspectivas imprevistas. Sorprende sobre todo, en este país tan poco respetuoso con las formas, la armonía sin disonancia de muchas de sus calles. La claridad de líneas, el blanco de la cal, el verde de las persianas venecianas, los tonos ocres de tejas y madera, con muy poca intrusión de aquel exhibicionismo irritante de los edificios y las modas de los años del desarrollo.

"La parte alta de Oliva posee lo que exigía d'Ors a los artistas: un cosmos propio"
"Los muros poderosos de la iglesia dan un tono severo y recogido al carrer de les Moreres"

La parte alta de Oliva, la villa histórica y el arrabal antiguo, de evocadoras reminiscencias musulmanas, posee aquello que Eugeni d'Ors exigía en primer lugar a los artistas: un cosmos propio. Cuando mejor se percibe es de noche, a la luz tenue de las farolas, paseando por el dédalo revoltoso de sus calles, en el punto de fuga de los arcos que contrapuntúan la densidad compacta de sus muros de "obra mora", o en la coquetería de las plazuelas mínimas, con la alegría de los azulejos y las flores, bajo el oleaje inmóvil de los tejados ocres. Esa armonía propia, que ha sabido conservar casi intacto un sentido antiguo del espacio, le da un encanto tan hondo y amplio y quieto que parece eterno, como un mar en reposo: un presente continuo.

Entre sus muchas calles hermosas, me gustaría detenerme en una de la vila, tras la iglesia, antes de iniciar la ascensión: el carrer de les Moreres. En primer lugar, por su forma, en dos niveles que se prolongan a lo largo de la calle, el más elevado de los cuales sustenta una arcada solemne, de bóveda ojival, que sirve de contrafuerte a la enorme parroquia de Santa María y da a todo el lugar una perspectiva más compleja. Los niños tienen un sentido especial para captar la sugestión del espacio, por eso siempre los hay jugando aquí. Los muros poderosos de la iglesia dan un tono severo y a la vez recogido al centro de la calle que algún edificio nuevo y poco afortunado no ha conseguido aún desvirtuar. El carrer de les Moreres acaba en un recodo estrecho, cerrado por un diminuto convento medieval que ahora es un museo arqueológico ameno y bien dispuesto; casi recién estrenado. Al anochecer, la gracia de esta calle es casi toledana.

La segunda razón para hablar de esa calle es literaria. Azorín la describe, larga y clara, en una página antigua, tras una visita a unos amigos. Más tarde nos habla de ella otro gran escritor, Francisco Brines, en una de sus raras evocaciones en prosa; una página espléndida que conserva la fascinación atónita de la infancia lejana, cuando todo era nuevo. El carrer de les Moreres no sólo es su propia calle; su singular asimetría -nos dice- da forma al primer recuerdo nítido de su vida. A los 6 años, alejado por la guerra de su casa, la forma extrañamente feliz del carrer de les Moreres es un emblema de su pueblo. Si aquello es una calle, considera el niño, no se parece a ninguna de las que después ha conocido. Así pues, el pueblo donde ha nacido ha de ser único. "Un pueblo donde las calles se quedan en el filo inestable de su mismo borde, descienden caprichosamente verticales, y luego se ensanchan nuevamente, con apacibilidad, para allí recobrar la segunda hilera de casas, es un pueblo con fantasía". Al cabo de los años, el escritor aprueba ese dictamen.

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