Tienes un mensaje (2)
Todos empezamos envidiando a Champollion por haber descifrado la escritura jeroglífica, pero después nos sentimos defraudados al saber cómo lo había hecho. El tipo no había descubierto el sentido de los caracteres a partir de principios abstractos -la clase de pautas que debería respetar cualquier mensaje, o cualquier lenguaje, para poder significar algo sobre la realidad física o sobre la mente humana-, sino que había utilizado la piedra Rosetta, un texto repetido en jeroglífico y griego. A Champollion, como quien dice, le regalaron un diccionario.
Los últimos programas informáticos para traducir textos de un idioma a otro, como el llamado Egypt/Giza, funcionan más o menos como Champollion. Los programadores alimentan a Egypt/Giza con un texto escrito en los dos idiomas en cuestión (la piedra Rosetta), y el silicato de Champollion aprende la lengua extranjera a partir de esa comparación. También es verdad que, para que el resultado sea fumable, conviene que algún Homo sapiens bilingüe que pase por ahí corrija los primeros ejercicios de Egypt/Giza en cada nuevo idioma para que el artefacto vaya puliendo su instrumental algorítmico y haga un poco menos el ridículo electrónico.
¿Tenemos alguna esperanza de llegar a entender un mensaje escrito en un lenguaje desconocido sin hacer trampas como Champollion y Egypt/Giza? No me refiero, como ayer, a un texto escrito primero en un lenguaje existente, y que después alguien ha cifrado siguiendo una clave, como en la Segunda Guerra Mundial o en Los bailarines de Sherlock Holmes. Descubierta la clave, reventado el mensaje. A lo que me refiero es a un mensaje escrito directamente en un lenguaje extraño, en el que tal vez un círculo signifique el miedo al pasado y dos círculos seguidos quieran decir agua.
Imaginen un mensaje enviado por los marcianos. Los escritores de ciencia- ficción suelen poner que el mensaje primero da dos pulsos, luego tres, luego cinco, siete, once... ¡los números primos! La serie de los números primos nunca puede ser un fenómeno natural, y de su mera presencia en una señal se puede deducir que el emisor es inteligente. Cierto. Pero, aparte de eso, la verdad es que este tipo de mensaje resulta más bien espeso.
El problema más similar al descifrado de un mensaje alienígena al que se ha enfrentado la especie humana es probablemente el del código genético. Los genes son ristras de letras químicas, y esas letras encierran un mensaje codificado. Pero ese mensaje no pedía ser traducido a un idioma humano, sino a otro tipo de lenguaje químico igualmente misterioso.
El problema del código genético se parecía tanto al de la aventura de Los bailarines que fue inevitable que atrajera a los tres Sherlock Holmes de los años cincuenta. Uno de ellos era Francis Crick, que acababa de descubrir la doble hélice del ADN. Pero la identidad de los otros dos es realmente curiosa: George Gamow, el inventor de la teoría del Big Bang, y Fred Hoyle, el archienemigo de esa misma teoría (e inventor, por cierto, del término Big Bang, con el que pretendía ridiculizarla). Crick, Gamow y Hoyle intentaron descifrar el código genético a base de pautas abstractas y elegancias teóricas, como el Champollion de nuestros sueños, y propusieron esquemas de una incuestionable belleza conceptual. Pero fracasaron: el mensaje de los genes no funcionaba con elegancia, ni con belleza, ni con económicos principios abstractos. El código genético se descifró finalmente haciendo trampas, con el sucio estilo de Champollion y los programadores de Egypt/Giza. Los genes significan proteínas, y fue preciso encontrar un mismo texto escrito en los dos idiomas (un gen y su proteína correspondiente) para disponer de una piedra Rosetta y descubrir el código genético.
Aviso para marcianos: si mandan ustedes un mensaje, acompáñenlo de un buen diccionario. Venga, a trabajar.
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