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En una ciudad europea sobre cuyo nombre discuten aún los eruditos, un tratante de libros antiguos llamado Wilfrid Voynich compró en 1912 un paquete de manuscritos medievales, y uno de ellos era un códex de 234 páginas. Lo único que se entendía allí eran las ilustraciones, y por eso sabemos que era un códex, es decir, una farmacopea de plantas medicinales, porque los textos son estrictamente indescifrables. Algunos signos se parecen a los del alfabeto romano, otros semejan números, otros símbolos alquímicos, pero aquello no tiene el menor sentido en ninguna lengua conocida.
Los intentos de descifrar el manuscrito Voynich han sido numerosos en el último siglo. Uno de los más decididos fue el del gran criptólogo norteamericano William Friedman, que puso a varios grupos de expertos a trabajar en ello en los años cuarenta y sesenta. Sin éxito. El códex está ahora en Yale, y los estudiosos han logrado determinar que fue escrito en la segunda mitad del siglo XV, pero nadie ha podido entender allí ni una sola palabra.
En la aventura de Los bailarines, Sherlock Holmes se enfrenta a unos enigmáticos monigotes en diversas posiciones de danza, dibujados uno tras otro, en ristras, en las ventanas empañadas de la casa de su cliente Hilton Cubitt. Holmes asume que las ristras de bailarines garabateados son mensajes cifrados, y se pone a trabajar toda la noche. Primero busca el bailarín más repetido -se trata del que está en la posición del águila extendida- y le asigna la letra e, que es la más frecuente en la lengua inglesa. La pauta con que aparecen otros bailarines que tienen una bandera en la mano le sugiere que ésos son los espacios entre palabras. Chico listo.
Holmes se centra a continuación en un mensaje que sólo contiene una palabra de cinco letras. Supone que es una respuesta escueta a un mensaje anterior. Las posiciones dos y cuatro son el águila extendida: la letra e. Así que la respuesta escueta debe ser never (nunca). Ya tiene la n, la v y la r. La última palabra de otro mensaje tiene también cinco letras, y empieza y acaba por e. Ésa debe ser la firma de Elsie, la mujer de Cubitt. Ya tiene la l, la s y la i. Y así procede Holmes hasta que logra pillar al pretendiente de Elsie.
Holmes usa para resolver este caso algunas técnicas básicas de la criptología. Cuando la clave secreta consiste en sustituir cada letra del alfabeto por un símbolo cualquiera, sea éste un bailarín, un número o un acorde musical, siempre te pillan. La razón es que el texto original deja rastros estructurales en la versión cifrada: el bailarín más frecuente del mensaje secreto debe corresponder a la e, etcétera.
Una posible forma de escaparse es asignar a cada letra varios símbolos: más símbolos cuanto más frecuente es la letra en un texto medio. Pero todavía te pillan, porque hay dupletes y tripletes de letras (como be y pre) que ocurren con mucha más frecuencia que otros (como eb y erp). En fin, Holmes, que ahora que lo ha explicado usted, su deducción ya no parece tan asombrosa. No es tan fácil como parece encontrar un método de cifrado seguro, y ya se han perdido varias guerras por mandar mensajes secretos que no lo eran tanto. El único sistema de cifrado cuya seguridad ha podido probarse matemáticamente es el basado en una clave de usar y tirar: hay que cambiar la clave cada vez que se manda un mensaje. Si no, te pueden pillar. La seguridad de la línea roja entre la Casa Blanca y el Kremlin se garantiza mediante claves de usar y tirar, por poner un ejemplo tonto (o dos).
Quizá el manuscrito Voynich esté cifrado con una clave de usar y tirar, una clave que sólo conocieron su autor y la primera persona que lo leyó. Pero también puede que no sea más que un ejemplo medieval de broma pesada: el códex está plagado de ilustraciones botánicas, y las plantas dibujadas allí tampoco existen.
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