UNO O DOS NOMBRES PROPIOS
Recuerdas aquella vez que te perdiste de niña? ¿Cómo que no? Tu madre me ha contado el episodio, tú debías tener cinco años, no creo que tuvieras seis. Habíais ido de compras al centro, justo el día que estrenabas el vestido de margaritas, y te quedaste tonta mirando los lápices de colores y oliendo los cuadernos. Todavía te pasa de vez en cuando, ya lo sé, pero entonces, ya ves, bastó un minuto con los lápices y los cuadernos para que perdieras a tu madre, ¿te vas acordando ahora? Casi se vuelve loca la pobre buscándote. Si no llega a ser por el dependiente del bigote yo no sé qué hubiera pasado, fíjate lo que te digo. Yo no sé qué hubiera pasado.
¿Basta con eso? ¿Ya recuerda usted cuando se perdió de niña? No, claro que no. Usted nunca se perdió de niña, ¿verdad? Usted ni siquiera recuerda haber ido de compras al centro con su madre, ni a los cinco años ni a ninguna otra edad, ¿verdad?
Pero ése es más o menos el experimento de Ira Hyman, Troy Husband y James Billing, de la Western Washington University. Reclutaron a unas cuantas docenas de estudiantes con la excusa de hacer un análisis experimental de la precisión de los recuerdos. Hablaron con los padres de todos los estudiantes (con la misma excusa) para que les contaran anécdotas de la infancia de sus hijos. Después contaron a los estudiantes tres anécdotas ciertas de su propia infancia y una falsa, como la de haberse perdido al ir de compras. El resultado fue el siguiente.
Durante la primera entrevista con los experimentadores, los estudiantes ratificaron el 84% de los recuerdos ciertos y ninguno de los falsos. Pero, durante la segunda entrevista, unos días después, el 20% de los voluntarios ya recordaba la historia falsa, y algunos llegaron a aportar varios detalles adicionales que se le habían escapado al experimentador. Así de fácil es implantar una falsa memoria en su cerebro, desocupado lector.
La psicóloga Elizabeth Loftus, de la Universidad de California en Irvine, contó en el último congreso de la Asociación Americana para el Avance de las Ciencias, celebrado en Denver en febrero pasado, que había logrado que el 36% de los sujetos de un experimento similar recordaran el maravilloso abrazo que les había dado Bugs Bunny en Disneylandia cuando eran niños. Como todo el mundo sabe, Bugs Bunny no es un personaje de Disney, sino de la Warner: si vieran a uno de esos conejos por Disneylandia, le echarían a tiros.
Loftus explicó su truco en Denver: "La clave está en añadir a la historia falsa elementos de tacto, sabor, olor y sonido. Son estos detalles sensoriales los que la gente usa para distinguir sus memorias. Añadirlos a una historia es casi una receta para hacer que la gente recuerde cosas que nunca sucedieron".
También el arte de mentir está en los detalles, naturalmente. Si usted es un niñato que vuelve de un botellón y su madre le pregunta: "¿Se puede saber dónde has estado toda la santa noche?", lo último que debe usted responder es: "Bah, dando una vuelta". La mentira no colará a menos que usted se invente minuciosamente por dónde ha dado la vuelta, en compañía de quién, al objeto de qué, vaya peste las cacas de perro por las aceras, qué estatua más horrible ha puesto el alcalde en la plaza Pirámides, hay que ver la brasa que me ha dado el Patillas con su cate en matemáticas; en fin, un poco de cinema verité, mis queridos niñatos, o se acabó el botellón.
El mejor mentiroso de la historia narró en 1949 la brillante estrategia que utilizó una mujer para vengarse de un empresario depredador: se fue al peor barrio de la ciudad, se acostó con un marino, se plantó después en casa del empresario y le mató de un tiro. Adujo en el juicio que el empresario había abusado de ella y que tuvo que dispararle en defensa propia. "La historia", concluye el relato, "se impuso a todos porque sustancialmente era cierta; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios".
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