Cada vez te pareces más a tu padre
Lo de "desde luego, hijo, cada vez te pareces más a tu padre" tiene toda la pinta de ser verdad. Como norma general, me refiero. Todo el mundo ha oído que la inteligencia -o el conjunto de las inteligencias de un individuo- tiene un componente hereditario y otro adquirido. Pero uno de los aspectos más asombrosos de este fenómeno es que la importancia de los genes va creciendo con la edad. La inteligencia de un niño pequeño sólo se debe a la herencia en un 20%, pero la cifra aumenta hasta el 40% en la adolescencia, y hasta el 60% (o más) en la edad adulta. Casi vale decir: si un párvulo es muy listo, la culpa es de su compañero de pupitre; pero si un jubilado es muy listo, la culpa es de sus padres (o de sus abuelos, o de quien fuera que le pasó los genes).
Hace poco le pedí explicaciones sobre este turbio asunto a Robert Plomin, subdirector del Centro de Investigación sobre Psiquiatría Social, Genética y del Desarrollo del Instituto de Psiquiatría de Londres, y éste respondió: "Es un fenómeno muy interesante, porque el sentido común sugiere lo contrario: que al ir transcurriendo la vida se deberían ir acumulando las circunstancias, los accidentes, las enfermedades y otras 'hondas y flechas de la ultrajada fortuna', como dijo el bardo, y el peso de los genes debería ir perdiendo importancia. Pero es al revés -los datos están muy claros-, y nadie sabe por qué. Mi hipótesis favorita es que cada niño selecciona los entornos que más estimulan el crecimiento de sus talentos. Por ejemplo, los niños que tienen más aptitud para las actividades intelectuales (empezando por leer y escribir) disfrutan haciéndolas y, por tanto, las practican más y las van dominando mejor a lo largo de su vida".
Dos cosas sobre esto: la primera es que Plomin estalla si no cita a Shakespeare. La segunda es que no debemos olvidar que la explicación de Plomin es sólo una hipótesis. Hay otras formas de explicar los mismos datos. Por ejemplo, imaginen que los seres humanos no somos más que robots en manos de nuestros programas genéticos, pero que esos programas necesitan 20 o 30 años para completar su instalación en el disco duro. Durante esos primeros 20 o 30 años, el individuo se las tiene que apañar funcionando a base de picotear aquí y allá, probar suerte con el mus y el álgebra, esquivar las hondas y flechas de la ultrajada fortuna, hacer como que aprende algo y pasar cuanto antes el molesto trámite del estado larvario. Pero, una vez que el programa está instalado, allá que le salen al bicho los genes de papá y mamá. Horrible perspectiva, menos mal que es sólo otra hipótesis.
La genética está abriéndose camino con mucha lentitud entre las marañas de la mente humana. Los neurocientíficos han reunido evidencias aplastantes de que la mente es en realidad un conjunto de cientos o miles de módulos especializados: unos procesan la información visual, otros la lingüística, otros la aritmética, otros ejecutan simulaciones, calculan trayectorias, enfocan deseos, formulan predicciones o recuerdan sensaciones. Aunque son flexibles y capaces de aprender, todos esos módulos tienen mucha arquitectura innata, y por tanto debería haber genes específicos para cada uno de ellos. Ya se conoce el gen FOXP2, que afecta al lenguaje mucho más que a las otras funciones cerebrales, pero cabe esperar muchos otros genes de ese tipo.
Paradójicamente, la genética de la mente que más está avanzando no es la de los módulos específicos, sino la del denostado concepto de la inteligencia general, g en la jerga de los psicólogos. Una persona puede destacar en un test visual, otra en un test de razonamiento abstracto, etcétera, pero todas esas habilidades muestran una cierta tendencia estadística a ir juntas. Es sólo una tendencia, pero detectable estadísticamente. Ya se conocen seis genes que afectan a g. Plomin calcula que habrá unos 25 en total. Si usted no los nota, es que aún es demasiado joven.
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