"Sólo me importaba la revolución"
Salgamos. A estas horas da el sol en el piso y es mejor que vayamos a hablar a la nevera. Es un jardincillo cerca de aquí, en la avenida de Roma. Los vecinos la llamamos la nevera porque hay sombra y circula el viento. Buscamos un banco y creo que estaremos bien. Aunque esta tarde se está bien en poco sitios.
Un libro sobre la muerte. Eso mismo. Ahora estoy trabajando en este libro. Más que la muerte, la convivencia con la muerte. Es un libro alegre, esperanzado. ¡Todo lo contrario de lo que podría esperarse! Los que mejor han entendido la cuestión han sido los poetas. En los poetas se aprecia perfectamente las ganas de vivir pese a todo, de ir ganando una partida que está perdida. El miedo a la muerte deshace muchos de nuestros proyectos. Acorta nuestros plazos. Convivir con la muerte es tratar de alargarlos. Nunca he tenido la tentación de creer en el destino. La vida es una lucha constante. Si es que uno no se resigna a una vida cualquiera.
"Yo he conocido las bajezas contra las mujeres y me he rebelado contra ellas. Incluso cuando han sido bajezas cometidas por los revolucionarios"
"Pronto acabará diciéndose que la República no existió. Es necesario que los que la vivimos, ¡y aún vivimos!, dejemos dicho que existió"
"El puritanismo de las izquierdas era muy fuerte. Entre las juventudes comunistas se consideraba que ir a bailar era una muestra de degeneración burguesa"
"La primera vez que hice el amor lo hice sin ninguna sumisión ideológica. Tal vez haya sido un modo especial de entender los sentimientos y la ideología"
"No se suicidó. Mi madre era una estoica. Y creía profundamente en Dios. Aun así costó lo suyo que quisieran enterrarla en sagrado"
"He tenido cuatro hijos. He tenido que abortar alguna vez, con gran dolor. Siempre fue porque no iba a poder mantener al nuevo hijo"
"Mi madre no quiso ir con nosotros al exilio. Dijo que no quería ser una carga y que alguien debía guardar la casa. No la volvimos a ver"
Aquí mismo, sentémonos aquí. Bueno, al menos corre el viento. He estado pensando en este asunto. El siglo de las mujeres. Me parece que es una expresión de Aranguren. Me parece que fue Aranguren el primero que habló, al menos en España, de que la gran revolución del siglo XX sería la de las mujeres. Estoy de acuerdo. Pero también creo, con Betty Friedan, que es la hora de replantearse algunas cuestiones. Y una fundamental: ¿cómo las actitudes extremas del feminismo han contribuido a desprestigiarlo?
Yo he visto barbaridades. Y las he visto, sobre todo, en la manera de tratar a los hombres. He visto muchas veces a los hombres indefensos ante la utilización que algunas mujeres hacen de su poder. He visto graves problemas con los hijos. He visto cómo las mujeres, deliberadamente o no, se han aprovechado de un estado de opinión favorable para imponer sus condiciones, de una manera muy poco ética. Otra vez, como hace años, aunque por razones muy distintas, el derecho a separarse vuelve a convertirse en un sacrificio.
¡Exacto! Yo puedo hablar así. Naturalmente que puedo. No todo el mundo puede. Yo he conocido las bajezas contra las mujeres y me he rebelado contra ellas. Incluso cuando han sido bajezas cometidas por los revolucionarios. Hace años, pero ya durante la democracia, llevaba una sección en Nous Horitzons, una revista del partido. Se llamaba Sense embuts, sin embudos. Una vez escribí para la sección una crónica sobre el maltrato que había sufrido una mujer a manos de un miembro de Comisiones Obreras. No la publicaron. Protesté. No la publicaron. Removí cielo y tierra, el que podía: no la publicaron. Era una crónica, como hoy se dice, políticamente incorrecta. Es una anécdota. Claro que es una anécdota. Pero quiero decir que he estado con las mujeres aunque su defensa me pusiera en contra de los imponderables revolucionarios. Por tanto, me parece que nadie va a reprocharme antifeminismo si digo ahora que muchas mujeres se aprovechan indignamente de su condición.
Revolucionaria y feminista
Hummm... Esto arranca, esta libertad, todo eso debe de venir de que yo fui revolucionaria y feminista sin proponérmelo. De un modo natural. Desde los tiempos de La Batalla, eso mismo. Mi padre era del Bloc Obrer y Camperol y yo iba a vender con él su periódico por las calles de Balaguer, mi pueblo. La Batalla. Era una niña de apenas doce años. Pero era lo natural en aquella casa. Vender La Batalla y hacer la primera comunión. Porque mi madre era muy católica y en casa todo lo consensuaban. Consensuaron hasta que mi padre no fuera a la ceremonia. Dijo que tenía un mitin con Maurín, en Barcelona. ¡Cómo lo quería ella! A las amigas, todas beatas, les decía: "Pero si mi marido, lo que mi marido pide, ¡es lo mismo que pedía Jesús!".
Las ambulancias, aquí lo malo es el ruido de las ambulancias. Iba a decir... Iba a decir que el feminismo revolucionario de la época de mi juventud era muy riguroso. En todos los sentidos. Las mujeres hacían de hombres. El trabajo de los hombres y como los hombres. Yo recuerdo las cursillistas de la Escuela Normal de Lérida, maestras socialistas que cambiaron la vida a muchísimas mujeres y a muchísimos hombres, y que hicieron un trabajo inmenso, viajando por los pueblos, enseñando, combatiendo el atraso; esas mujeres, recuerdo, eran como hombres. Por cierto: pronto acabará diciéndose que la República no existió. Es necesario que los que la vivimos, ¡y aún vivimos!, dejemos dicho que existió. Que existió. Que existieron esas mujeres como hombres, y, como ellos, sólo obsesionados por la revolución. Miro mi juventud: lo único que me importaba era la revolución.
Ahora lo pienso, y ni el sexo. Tampoco a mis amigas. Es verdad que, a veces, camino del frente, adonde íbamos a llevar la comida a los soldados, hablábamos de sexo con cierta libertad, hasta con brutalidad. Tu ja has catxat?, nos preguntábamos, que era como decir ¿tú ya has encajado?, ¿tú ya has cedido? La que ya había se explayaba con todo lujo de detalles. Pero, en general, el puritanismo de las izquierdas era muy fuerte. Hasta tal punto que entre las juventudes comunistas se consideraba que ir a bailar era una muestra de degeneración burguesa. Especialmente lo consideraban los hombres. Porque las mujeres, en este sentido, estaban más avanzadas. Para algunas de ellas el sexo, la práctica del sexo, estaba incluida entre los deberes revolucionarios. Habían leido a la Kollontai y consideraban la libertad de las relaciones sexuales como un acto ideológico más. Estaban con la Kollontai y renegaban con furia de Lenin, que había formulado aquella tesis del vaso de agua: hacer el amor no es beberse un vaso de agua, decía Lenin. Aunque de las convicciones profundas de aquellas muchachas se aprovechaban muchos de los dirigentes que pregonaban a los cuatro vientos la degeneración que suponía ir al baile.
Sí, se aprovechaban. Ellas creían que en la cama estaban dándole sentido a algo nuevo. Ellos no pasaban de tratarlas como queridas.
Las siete. No hay prisa. Es miércoles y no tengo deberes de abuela. La doble moral. Más. En plena guerra fría celebramos un congreso de dirigentes comunistas en Praga. Proyectaron una película que se llamaba El 91, o algo así. Trataba de una muchacha bolchevique que vigilaba a un ruso blanco. Acababa enamorándose de él y dejándole escapar. Creo recordar que el director de la película no veía muy bien eso. Estaba el amor, desde luego. ¡Pero era un ruso blanco! Cuando acabó la película me puse a defender a aquella chica. Su actitud, su decisión. Mis compañeros estaban cada vez más sorprendidos. Uno de ellos dijo: "Teresa, si no te conociera tanto pensaría que te has degenerado". Lo que peor les sentó fue que yo defendiera la actitud de la muchacha como un actitud comunista. Es decir, no como una actitud contraria, no como el amor está por encima del comunismo, bla, bla, bla. Como comunistas. La conversación se acabó con las estúpidas bromitas habituales: "Deberemos buscarle a Teresa un chico bien rubio, bien blanco".
Sentimientos e ideología
En fin, nunca he tenido necesidad de someter los sentimientos a las necesidades ideológicas. Insisto en que para mí, de joven, sólo importaba la revolución. Pero la primera vez que hice el amor lo hice estando muy enamorada, sin ninguna sumisión ideológica. Tal vez haya sido suerte o quizá un modo especial de entender los sentimientos y la ideología. No olvido a mi padre. Él fue la persona clave. Mi madre, en asuntos de educación, se limitaba a asentir ante lo que él decía. Un día, teniendo yo doce o trece años, mi padre se presentó en casa con un libro que se titulaba Todo sobre la pubertad. Convocó una especie de consejo familiar con el resto de hermanos, cuatro éramos, éramos cuatro hasta este febrero en que ha muerto mi querido Pau, el pequeño, el primer cadáver propio al que he podido acariciar la cara, cogerle la mano y decirle adiós, no sé si me he recuperado todavía de esto.
Lo cierto es que el padre convocó a la familia y dijo que Teresa, la mayor, es la que iba a leer primero el libro y que poco a poco, conforme alcanzaran la edad, lo irían leyendo los otros. Todo sobre la pubertad era uno de esos libros higienistas, pedagógicos, llenos de optimismo, típicamente republicano. Aprendí muchas cosas y me sirvió de mucho. Esto fue lo mejor de la República: su lucha contra la superstición. Todo aquello que...
-Mire, perdone, perdone que interrumpa. Un momento nada más, que salude a esta señora, ahora que me la encuentro... ¿Usted es Teresa Pàmies, verdad?
-Sí, soy yo.
-Hummm, qué estupendo poder saludarla. Cuando yo era joven, hace quince o veinte años, leí su Testamento en Praga. ¡Me quedé... colgada!
-Pues descuélguese ya. Y muchas gracias.
-Gracias a usted.
La gente es amable y agradecida. Un escritor lo sabe. La pubertad. El comunismo. Mi infancia y mi juventud fueron muy vivas y felices. El padre. Y mi madre, que tenía en casa imágenes de la Virgen, ésas que iban de casa en casa, y a las que se les encendían velas y se les daban limosnas. Ellos dos se quisieron mucho. No pudieron envejecer juntos.
Sí. Mi madre murió poco después de acabarse la guerra. Ahogada en el río. En 1958, cuando me dieron el pasaporte y pude por fin entrar otra vez en España, fui a Balaguer. Cada dos pasos que daba me paraba alguien para explicarme la-verdadera-razón-de-la-muerte-de-mi-madre. Fue angustioso. Pero no creo que hubiera mayor misterio. A orillas del río aparecieron intactas sus zapatillas. Yo creo que había ido a lavarse los pies, como era corriente en aquella época. Daría un mal paso, caería, quizá por un mareo. No se suicidó. Mi madre era una estoica. Y creía profundamente en Dios. Aún así costó lo suyo que quisieran enterrarla en sagrado. Y a mí me ha costado mucho convencer al Ayuntamiento de Balaguer de que me vendiera un trozo de su sepultura. Los viejos cementerios están ya clausurados, no aceptan más muertos. Pero al final lo he conseguido y me enterrarán a su lado.
¿Por qué uno se empeña en estas cosas?
Mi madre no quiso ir con nosotros cuando marchamos al exilio. Claro que, entonces, nadie pensaba en el exilio. Sólo nos marchábamos. Los franquistas entraban y nosotros nos marchábamos. Por el momento eso era todo. Mi madre dijo que no quería ser una carga y que alguien debía guardar la casa. No la volvimos a ver. O sea que ese exilio no acabó nunca. Me enteré de la muerte de mi madre varios meses después, en México. La carta que me lo comunicaba sufrió muchas peripecias. México. Está ese recuerdo terrible. Pero muchos otros muy nobles y muy emocionantes. Allí estudié unos cursos de periodismo y escribí crónicas y reportajes. Y allí, sobre todo, tuve, y luego no la tendría nunca con esa intensidad, la experiencia de la solidaridad comunista. El mundo nuevo. La fraternidad. Era, realmente, una gran familia dispersa. Bastaba decir que eras comunista para que te ayudaran en todas partes, y de cualquier modo que necesitaras.
En fin. ¡Esto parecen mis memorias! Memorias arrancadas. Yo no las escribiré nunca. La vida tiene secretos que no pueden desvelarse. Y si no pueden desvelarse, ¿para qué sirve escribir un libro de secretos? Vueltas y revueltas y al fin nada. Mi vida está en mis libros. Está como puede estarlo, o sea, ayudada por la ficción. No he sido una revolucionaria profesional. He sido una mujer que ha procurado vivir de acuerdo con sus ideas. Pero que también ha tenido que sacar adelante una familia, siendo al tiempo el padre y madre. He tenido cuatro hijos. Dos de un padre y dos de otro. Llevan mis apellidos. Hubo algunos compañeros que tampoco entendieron esto. Cuando nacieron los hijos de Gregorio, él estaba en la clandestinidad. No podían llevar sus apellidos. Hubo compañeros de partido que me dijeron que los registrara con un nombre falso. ¡Que vivieran con un nombre falso! ¡Que fueran al colegio con un nombre falso! Estamos en lo que hablábamos: en realidad lo que no entendían es que pudieran llevar el apellido de una mujer. He tenido cuatro hijos. He tenido que abortar alguna vez, con gran dolor. Siempre fue porque no iba a poder mantener al nuevo hijo. Tomar precauciones... Se dice fácil. Pero no lo es, no es nada fácil cuando se vive una vida clandestina. He tenido cuatro hijos. Y una hija que murió. Fue hija mía, pero su cerebro se estropeó para siempre en el parto. Nunca hubo la más mínima posibilidad de comunicación. Y de este asunto no hablaré más. Más allá están los secretos de la vida.
El calor no afloja. La hora que es y el calor no afloja. Ya no debe de haber nada por explicar. Nada que se pueda explicar. ¿La mujer del secretario general? Ah, eso ha afectado sólo a mi vida política. Yo he sido la mujer de Gregorio, del novio mío que conocí en la guerra, del que me separé porque tonteaba con otras, y al que reencontré en Praga, cada uno ya con bastante vida hecha. El secretario general habrá afectado a la vida política que pude tener. Seguramente me ha quitado libertad de expresión. Ni en la clandestinidad ni luego en la democracia fue fácil que yo expusiera mis discrepancias. El que nunca me interesara dedicarme profesionalmente a la política no quiere decir que no haya tenido conciencia política. Pero no ha sido fácil. Así las discrepancias se quedaban en el comedor de casa. No es un mal sitio. Sobre todo si se dispone de un hombre como Gregorio. Es muy difícil discrepar con él. Es un hombre cargado de paciencia. Supongo que ha debido de tenerla. Yo también. Menos. Una vez me echó una chaqueta. "Cóseme ese botón". Me lo quedé mirando perpleja. "¿Pero el sastre no eras tú?". Hasta hoy el antiguo sastre Gregorio López Raimundo se ha cosido siempre los botones. Gregorio ha sido un hombre que ha aceptado siempre lo que dijera la mayoría. En la vida familiar es un procedimiento complicado. La mayoría. Esto es lo que me contestaba siempre cuando yo me quejaba. Fuera que me quejase de que el PSUC, eligiera ¡un elefante!, esa chorrada, como símbolo del partido en las primeras elecciones. Fuera que todo el mundo empezara a llamarle a él Gregori, cuando siempre y sólo había sido Gregorio, y, ¡más difícil todavía!, que empezaran a llamar Benet García, ¡Benet!, a Cipriano García.
Los versos de Raimon
Los versos. T'he conegut sempre igual / els cabells blancs / i la bondat a la cara. Claro está que Raimon no tiene ninguna culpa de lo que pasó después de que dedicara estos versos al marido. Te están haciendo una virgen, le advertía. Pero la verdad es que hubo un momento en que toda esa historia del carisma empezó a resultar agobiante. Un día en la fiesta del semanario Treball, el diario del partido, entramos los dos juntos y la gente se puso a gritar, lo recuerdo y aún me parece increíble: "¡Que se besen, que se besen!". Yo no daba crédito. Pero qué dicen, le pregunté. Nada, cuatro idiotas. No eran cuatro idiotas. ¡Eran la mayoría! Otro momento culminante fue cuando los diarios publicaron que Gregorio López Raimundo, presidente del PSUC, y Antoni Gutiérrez Díaz, secretario general, habían salido a navegar en el yate de Sebastián Auger, el empresario de prensa. Me enfadé mucho. Nada de eso tenía nada que ver con mi vida. Entonces me dijo: "Estás celosa". Lo decía porque no sé qué mujer los acompañaba. Era ridículo. Había acabado diciendo lo mismo que decían algunos idiotas en el partido, que yo estaba celosa de Gregorio. Por fortuna, en aquel momento, hasta los hijos se plantaron. No hubo más yates. No hubo más. Hemos podido superar todas las discrepancias. En el comedor. Supongo que porque nada importante se había deshecho por dentro.
Volvamos. El piso estará ya más habitable. En el camino rematamos. No sé. Pienso que al menos mi vida de mujer sí la he ganado.
Teresa Pámies
Teresa Pàmies (Balaguer, 1919) es escritora. Tuvo una formación libre y autodidacta y en ambas circunstancias intervino decisivamente su padre, Tomàs Pàmies, miembro del Bloc Obrer i Camperol, que combinaba la vida de familia con continuas entradas en la cárcel. La Guerra Civil le supuso separarse para siempre de su madre y el inicio de una vida de exilio, que empezó en enero de 1939 en un campo de concentración de Francia. Después de vivir en México y en otros países de América Latina se instaló en Praga, donde fue redactora de las emisiones en castellano y catalán de Radio Praga. Aunque a finales de los años cincuenta regresó episódicamente a Cataluña, no se instaló allí hasta 1971. Fue el final del exilio y el inicio de su carrera literaria, que obtuvo un primer gran éxito con el emocionante 'Testament a Praga', escrito en colaboración con su padre. Entre sus otros libros, siempre aliados con la vida, destacan 'Memòria dels morts', 'Va ploure tot el dia', 'Quan èrem capitans' y una serie de diarios de viaje por España.
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