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Columna
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El chicle

Los hay de todas las marcas y sabores imaginables. Pueden ser de menta, clorofila, naranja, limón o cualquier clase de fruta. También los hacen con azúcar o sin ella e incluso venden otros específicos contra el mareo, el mal aliento o para blanquear los dientes. Al principio en España no había más chicles que los de fresa y estaban compuestos del látex extraído del chicozapote, el árbol que le dio nombre. Ahora en cambio los hacen de gomas sintéticas que supongo más baratas y fáciles de procesar.

De niño pude comprobar personalmente que el chicle no se pega en las tripas como aseguraban nuestras madres para evitar que lo tragáramos. La mucosa intestinal y los jugos gástricos deben ser enormemente eficaces porque no conozco a ningún crío que haya ido al quirófano por esa causa. Sin embargo, he visto chaquetas, pantalones y tapicerías sufrir los devastadores efectos de esta pegajosa golosina. Daños en cualquier caso anecdóticos si los comparamos con los causados en el pavimento de la vía pública. Miren ustedes hacia abajo en cualquier calle o plaza de Madrid y verán hasta qué punto es grave lo que les cuento. El piso aparece plagado de negros lunares testificando que tras cada uno de ellos hubo un guarro que no se molestó en buscar la papelera. Su presencia es tan generalizada que un experto podría determinar la intensidad en el tránsito de peatones contando el numero de pegotes por metro cuadrado.

El ejemplo más notable es el centro de Madrid, donde el Ayuntamiento de la capital ha culminado en los últimos meses un ambicioso programa de pavimentación. El material elegido para el casco histórico de la capital fue el granito gris, un tipo de piedra con alto grado de porosidad a la que se pega la goma de mascar como las lapas. Para cuando pusieron las últimas losas en avenidas tan renombradas como la Gran Vía, la calle de Alcalá, Mayor o Arenal, ya estaban salpicadas de pequeñas plastas. Que nadie le eche la culpa a los barrenderos municipales porque no pueden hacer más de lo que hacen. Me he tomado la molestia de observar los efectos de una superbarredora, de esas que llevan agua y cepillo mecánico, sobre los pegotes de chicle y puedo asegurarles que los lunares ni se despeinan. Así que, impotentes, casi todos los responsables de limpieza que en el mundo son o han sido militan en la resignación ante la lluvia constante de chapapote urbano. Excepción notable lo constituyen algunas ciudades como Londres, cuyo Ayuntamiento contrata desde hace tiempo los servicios de una empresa dedicada en exclusiva a la lucha contra el chicle. Con una treintena de gladiadores armados con lancetas de agua hirviendo y disolvente químico, la compañía Gum Figthers levanta miles de pegotes todos los días. Su batalla es desigual, ya que cifran en millones el número de residuos masticados que son diariamente escupidos a la vía pública en la City, pero no inútil. El trabajo de los Gum Figthers es muy visible y constituye toda un aldabonazo a las conciencias de los ciudadanos londinenses.

Aquí en Madrid sería interesante que el Ayuntamiento tomara nota de esa iniciativa y reprodujera la experiencia en las calles más transitadas. Una acción que lógicamente habría de acompañar de medidas sancionadoras y campañas divulgativas que señalen con el dedo a quienes arrojan el chicle al suelo sin el menor pudor. Así procedió la Concejalía de Limpieza cuando nos desbordaba el problema de las heces perrunas y la situación fue mejorando ostensiblemente.

Entre las motocacas, la dispensación de bolsas recogedoras y las sanciones ahora al menos se puede caminar en calles donde hace unos años era imposible dar un solo paso sin pisar una caca. Si los excrementos caninos constituyen un riesgo sanitario evidente, no desprecien los que pueden producir esos millones de chicles que son mascados, arrojados al suelo y después aplastados por la planta de nuestros zapatos. El Ministerio británico de Medio Ambiente contempla la posibilidad de imponer multas de 80 euros a quienes tiren un chicle al suelo e, incluso, prohibir la venta de masticables en algunos lugares especialmente sensibles a su impacto. A grandes males, grandes remedios y, según dicen, allí lo del chicle en las calles es un auténtico asco de enormes dimensiones. Es decir, como aquí.

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