Un reino más allá de las montañas
CUANDO ERA niño soñaba que, más allá de las montañas del Norte, se abría un país en el que el cielo era más oscuro, el aire olía a aventura y los árboles susurraban con voces misteriosas. En realidad, mi sueño era un viaje, una sensación de inminencia, de que algo terrible y maravilloso se avecinaba. Apenas llegaba a asomarme a aquel paisaje, y venía el despertar.
En aquella época leía muchos tebeos. Un día apareció un nuevo héroe, un bárbaro semidesnudo, de mirada ceñuda. Se llamaba Conan, y pisaba las tabernas, los palacios y los templos de un mundo que ya no existía. Me di cuenta de que los reinos de la Era Hybórea eran en realidad el país a cuyas puertas me dejaba el tren de los sueños. Decidí convertirme en escritor. Una mañana le pedí dinero a mi madre para un cuaderno. "¿Otro?", protestó. "Éste es para escribir una novela", aseguré. Mi madre me dio el dinero sin decir nada. Bastaba su mirada: no lo terminarás. Pero a mis 11 años terminé aquella primera novela, una historia de romanos y bárbaros llena de espadas y sangre, elefantes, selvas y hombres forzudos.
Seguí escribiendo, y aunque trataba de hablar del mundo real, en cuanto me daba cuenta lo llenaba de cosas inexistentes, de personajes que no vivían vidas normales, que se dedicaban a viajar hacia el Norte en busca de misiones imposibles.
Así que un buen día empecé mi propio mapa. Cuando terminé de trazar un continente que tenía un vago aspecto de fiera con las fauces abiertas, lo rellené con ríos, ciudades, bosques, y sobre todo montañas, muchas montañas. Los nombres nacían por sí solos, como si una voz me los dictara desde la niebla. Así nació el mundo de Tramórea, y así escribí La Espada de Fuego. Pero ésta es la parte bonita, claro. Soñar está bien, pero luego hay que sentarse y plasmar con palabras esas elusivas sensaciones. Hay que convertir esos reinos de fantasía en reales. Recubrir de carne, tela y hierro a los guerreros, a los reyes y a las hechiceras. Porque un reino de fantasía debe ser más real que la realidad misma. Esa parte, la de recubrir el esqueleto de la intuición es la que más me hace disfrutar de ser escritor de fantasía. Más incluso que los sueños. Porque los sueños siempre son inquietantes, y yo sigo teniendo un poco de miedo de aquel país que se extiende más allá de las montañas.
Javier Negrete es autor de la novela La luna quieta.
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