Biodiversidad
Bajé a la playa y el mar estaba cubierto de hojas de periódico. Miles de páginas flotaban como gaviotas ilustradas, pájaros con las alas extendidas para recibir el sol y levantar el vuelo. La actualidad palpitaba sobre el agua, subía y bajaba al compás de una respiración profunda. Los titulares imponían una luz gris, de mañana nublada, de bruma que se enreda en la superficie y arrastra jirones de horizonte hasta la espuma de la orilla. Fotografías, entrevistas, artículos de opinión, rodaban entre la espuma de la orilla. Ni siquiera una multitud, con sus días retrasados y sus casas cerradas, hubiese podido cubrir el mar con hojas de periódico. Se trataba de una corriente oceánica, la misma fuerza que mueve las algas y desata las mareas. El barco de las buenas y las malas noticias había naufragado en cualquier parte del mundo, y las corrientes oceánicas arrastraban de playa en playa un inmenso paisaje de periódicos. Como resulta incómodo nadar entre medusas, algas y hojas de periódico, fui caminando hasta las rocas del espigón y me puse a pescar. Uno nunca sabe qué tipos de peces pueden vivir en un mar de periódicos. La curiosidad y la paciencia son las grandes aliadas del mar, porque las olas comprenden que muchas inquietudes tienen que ver con la lentitud, igual que muchas aventuras locas necesitan la disciplina y muchos secretos sólo pueden guardarse en las aguas turbias de la sinceridad. Lancé el anzuelo, que cayó entre una crónica de guerra y una información parlamentaria, y me puse a esperar.
Desde que navegué por los grandes ríos de Tortuguero, en la selva caribeña de Costa Rica, me interesan los milagros de la biodiversidad. He visto monos con cabeza de cocodrilo saltar de copa en copa hasta perderse en un horizonte de perros con alas de pájaro y patas de grillo. Así que sentía una curiosidad paciente por descubrir lo que me deparaba un mar cubierto con hojas de periódico. Las personas tendenciosas suelen padecer imaginaciones tendenciosas. En cuanto noté el primer tirón en el anzuelo, imaginé un rape con piel de hiena y cara de diputado tránsfuga de la Asamblea de Madrid. Conforme iba recogiendo el hilo, mis malos pensamientos me arrastraron por una galería de monstruos, una barraca de feria psicótica, en la que se mezclaban los tiburones preocupados por la seguridad del mundo, los presidentes de gobierno con dentadura de monstruo marino, las focas con mantones y sonrisas de obispo y los salmonetes con caras de honrados ciudadanos dispuestos a desencantarse. No resulta difícil imaginar un pez con cabeza de dictador, aletas de terrorista, branquias de mafioso y mirada fría, muerta, como de fiscal que no puede investigar o juez que no puede juzgar. Pero el mar no necesita ponerse panfletario para darnos una lección, y ni siquiera tuvo que emplear su recurso legítimo de la botella y el mensaje. Del anzuelo colgaba una pescadilla, una simple pescadilla, de esas que nos ayudan a recordar que la naturaleza se muerde afortunadamente la cola, porque hay bajamar y pleamar, noches y días, inviernos y veranos, verdades que resisten en la profundidad de la vida. Incluso en épocas de simulacro, podemos contar con el mar.
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