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Columna
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Paraísos asediados

En todo el litoral malagueño quedan sólo dos enclaves que -más bien por casualidad- han resistido el asedio de lo que un puñado de brutos consideran progreso: las dunas de Artola en Marbella y los acantilados de Maro, al este de Nerja. Las dunas de Artola han sobrevivido al GIL, pero a los acantilados de Maro les ha faltado el canto de un duro (0,03 euros, para ser exactos) para que le empotren un aparcamiento.

Lo que menos necesitan los turistas más depredadores es que les den facilidades. Cuando yo era adolescente -es decir, hace unos treinta y muchos años-, para llegar a los Caños de Meca había que caminar unos seis o siete kilómetros atravesando un pinar. Por entonces, los peregrinos que iban al Rocío hacían el camino a pie o, como mucho, a caballo. Ahora, la travesía de los romeros parece un remedo del París-Dakar cuyo premio fuera hacerse una fotografía con Carmen Ordóñez. Y, sobre los Caños de Meca, ¿qué quieren que les cuente?

Si quieren deprimirse un poco, visiten, por ejemplo, Cazorla después del puente del 28-F, o las montañas que están a las espaldas de Marbella después de que, en otoño, se celebre el tostón y cientos o miles de marbellíes acudan a asar castañas, siguiendo lo que dicen que es una tradición. Háganme caso: si pasan por una de estas dos experiencias estoy seguro de que terminarán convencidos de que lo del botellón carece de importancia. La verdad es que no se puede ser más guarros.

Cualquiera diría que la visita a un paraje natural carece de sentido si no se dejan restos de civilización y que unas latas de Fanta, unos trozos de papel Albal y unos condones usados equivalen, más o menos, a poner una bandera en lo alto del Everest, cuya cima, por cierto, dicen que está también llena de mierda.

Soy consciente de que resulta impopular decir que en cuestiones urbanísticas y medioambientales hay que atar en corto a los Ayuntamientos: en este país, no sé bien por qué, se considera que la autonomía en las decisiones políticas es un bien en sí mismo.

El martes, después de una rápida negociación con el alcalde de Nerja (PP), el delegado en Málaga de la Consejería de Medio Ambiente, Ignacio Trillo, anunciaba que esta Consejería va a prestar un servicio gratuito a los bañistas que visiten Maro: dos vehículos de Medio Ambiente transportarán hasta las playas a los visitantes y, de paso, como quien no quiere la cosa, regalarán a cada uno una bolsa para la basura y un cenicero.

¿Tiene sentido que la Junta preste este servicio, de manera provisional, mientras salen a concurso público iniciativas de turismo alternativo ordenado, como rutas a caballo y el acceso a las playas de Maro desde el mar? En principio, cualquiera diría que no tiene sentido y que la Consejería ocupa unas funciones que no son suyas. Pero, teorías aparte, hay que reconocer que es la mejor de las alternativas posibles. Hace años que funciona en Doñana un sistema similar que permite visitar el parque a la vez que se controla discretamente a los visitantes para evitar desmanes.

De momento, hay que felicitarse porque Maro ha logrado salvarse. Por los pelos. Ese lugar no se convertirá en un aparcamiento ni en un emporio de los espetos.

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