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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El enemigo integrista

Mohamed VI ha hecho del discurso de su cuarto aniversario como rey un alegato contra el islamismo fundamentalista, en su doble vertiente doctrinal y armada. El monarca, que hace dos años minimizaba la eventual amenaza del integrismo islámico en su país, se presenta ahora como campeón de la lucha sin cuartel contra el fundamentalismo, que hasta los atentados de Casablanca, y pese a su abrumadora presencia en la vecina Argelia, había ignorado Marruecos como campo de batalla. El argumento supremo esgrimido por Mohamed VI, para desmayo de quienes alentaban posibles modificaciones constitucionales, es el carácter indiscutible de la jefatura religiosa que ostenta como Comendador de los Creyentes.

Para el heredero de Hassan II, éste ha sido el primer curso político en que los acontecimientos -desde Perejil hasta las elecciones parlamentarias marroquíes y la eclosión terrorista- han puesto a prueba su condición de monarca ejecutivo. Pero el punto de inflexión que gravita sobre el conjunto de su largo discurso han sido los atentados suicidas de mayo en Casablanca, en los que Rabat ha percibido la más seria amenaza al mantenimiento del sistema. El rey, en este sentido, ha señalado directamente a su Gobierno dos ámbitos donde combatir el caldo de cultivo integrista: la persistencia de condiciones de vida infrahumanas para muchos marroquíes y la enseñanza que se proporciona en las escuelas.

En ese cerco a unas reivindicaciones todavía incipientes, pero cuyos efectos políticos devastadores Marruecos tiene geográficamente muy próximos, Mohamed VI ha dictado las líneas maestras del modelo musulmán marroquí. Se trata de eliminar cualquier particularismo e impedir la utilización partidista del islam. La anunciada ley especial de partidos vetará su constitución sobre bases religiosas, étnicas, lingüísticas o regionales. Rabat pretende enterrar así las veleidades reformistas constitucionales avanzadas por el nacionalista Istiqlal o los islamistas moderados en la oposición.

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En este contexto de combate contra el enemigo interior, el rey se ha mostrado contenido en la reivindicación ritual de la soberanía sobre el Sáhara. Mohamed VI no ha defraudado en su caracterización de aliado con el que Occidente puede contar, particularmente EE UU y Francia. Pero su cuatrienio en el poder ha decepcionado las promesas iniciales de democratización. El

discurso de ayer -al margen del perdón concedido a unos centenares de presos- no contiene ningún signo de clemencia hacia los disidentes, de apertura política o de reconsideración de burdas condenas judiciales atentatorias contra libertades fundamentales. A estas alturas, los trazos de su reinado parecen dirigirse por los terrenos de una monarquía de pedestal, al margen de la calle y de la crítica de sus conciudadanos.

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