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Columna
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Cambio

La limitación temporal del mandato representativo y la reducción a un período o dos en el ejercicio de cargos ejecutivos son, en principio, vacunas que preservan al sistema democrático de la corrupción política. Pero eso, lamentablemente, sólo son enunciados biensonantes que la práctica política se encarga de matizar, cuando no de desmentir; porque, primero, el mandato de los representantes se ciñe a períodos tasados (a veces reducidos por la disolución anticipada de los órganos representativos por parte del Ejecutivo) pero no es frecuente ni habitual que se impongan limitaciones legales a repetir como candidatos a quienes llevan ya varios mandatos en la representación, y, segundo, en las tareas ejecutivas hay cargos que se eternizan más allá de toda prudencia.

Los dilatados períodos de mandato de políticos como González, Pujol, Fraga, Bono... (por no extender la nómina a alcaldes o presidentes de diputaciones) han puesto de manifiesto que más de dos mandatos consecutivos acaban por arrojar saldos negativos en la normalidad con que las élites partidarias pueden realizar el legítimo derecho al relevo. Cuanto más se dilata el período de ejercicio del poder de un gobernante mayores son las posibilidades de fracturas internas en el partido producto de la frustración de los delfines o sucesores in pectore, apeados en la posición del que no puede moverse, ni pensar en un ámbito propio de influencia, ni, por supuesto, traslucir inquietud alguna por el relevo.

Pujol desesperó a Roca, primero, y a Esteve después, hasta el punto de que el primero abandonó la pretensión de sucederle, y el segundo, incluso ha creado su propia sigla; Fraga ha sufrido la defección de al menos dos de sus más allegados lugartenientes, y, finalmente, González consiguió que su sucesión se cerrase en falso con las graves y aun no conclusas consecuencias que ello ha supuesto para el PSOE.

En la política valenciana hemos tenido también episodios de esa índole, especialmente con la sucesión de Lerma, y, de modo también muy cruento, en partidos como UV, el PCE o el BNV (de los que me he ocupado en bastantes ocasiones en esta misma columna). Sin embargo, las sucesiones en el PP, o bien porque estuvo mucho tiempo en la oposición y creciendo poco a poco, o bien porque a los cambios de liderazgo les acompañó el éxito electoral, o, en fin, porque Zaplana supo distribuir con habilidad el botín político no ha habido en la última década espectáculos cruentos significativos en las sustituciones.

La arriesgada operación que supuso en su momento la dimisión de Zaplana como presidente de la Generalitat, la apuesta por el interinato de Olivas y la posterior designación sin oposición interna alguna de Camps como candidato a la Generalitat, abrían en el PP un período de inevitables cambios de personas, como sucede siempre en esos procesos políticos.

Cada presidente, cada alcalde, cada conseller tienen esa parte de entidad política propia que los partidos deben asumir si no quieren convertir los gobiernos democráticos en estrictos fiduciarios del consejo de administración que dirige el partido. Y cada persona que ocupa un cargo aspira a singularizarse, a hacerse perceptible de modo diferenciado a sus antecesores, por más que pertenezca a la misma familia política.

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Zaplana, que arriesgó en lo más importante en su día, sabe perfectamente que lo que hizo bien (apoyar a Camps) no ha hecho más que empezar, y no puede consentir que se lo estropeen.

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