Novio de la muerte
Yo pensé que aquella reacción social era 100% algodón. Pero ahora, tras las elecciones y los nuevos acontecimientos, creo que estaba equivocado. Sin duda alguna, los actores de aquella gloriosa sesión de los Premios Goya sirvieron para prestigiar las manifestaciones y fueron el catalizador del indignado gusanillo que todos llevábamos dentro. Pero al mismo tiempo, su activo papel en la protesta añadió involuntariamente un ingrediente peligroso: el glamour. Durante unas semanas llevar el pin de 'No a la Guerra' fue tan cool como un piercing bajo el labio o un pequeño tatuaje en el nacimiento de la ingle. Pero el glamour es como una pastilla efervescente, que burbujea mucho al principio y luego se queda en nada.
Pienso todo esto mientras oigo los zambombazos de los legionarios de Viator, cuyo cuartel está muy cerca de mi casa. No es la primera vez que nuestros cristales retumban día y noche durante el entrenamiento de los soldados. Generalmente me indigno, y voy por la casa echando pestes de los militares, para quienes resultan más importantes sus ejercicios de tiro que el descanso de los almerienses. Hoy sin embargo no me enfado. Se están entrenando porque los mandan no ya a una guerra demente, sino a una ratonera. No puedo evitar solidarizarme con ellos. No me vale que sean soldados profesionales, que ese sea su trabajo y que su peculiar psicología se vea excitada con toda esta movida. A nadie, ni al legionario más machote, le gusta servir de blanco en un siniestro juego de tiro al pichón.
Porque eso es un soldado desplegado en Irak: un blanco móvil, pero fácil de derribar por cualquiera que tenga una pistola. Para combatir al ejército más poderoso del planeta no se necesitan armas de destrucción masiva: basta con tener buena puntería y causarle una baja al día. Un goteo constante y sin pausa de soldados muertos tiene a la larga unos efectos más devastadores que una bomba biológica. Y eso es exactamente lo que está sucediendo. Y si la resistencia iraquí es capaz de liquidarse un soldado estadounidense al día, con lo bien pertrechado que va un marine, qué no harán con nuestros muchachos montaditos en sus Nissan Pátrol del año catapún. Y me puedo imaginar el resto del equipamiento.
Pero lo más doloroso es el silencio de los civiles. Metimos mucho ruido antes de que empezara todo esto, y ahora que la guerra va en serio (porque la guerra empezó cuando Estados Unidos la declaró terminada), ahora que nosotros participamos en ella, precisamente ahora, nuestra efervescente indignación se queda en nada. ¿Dónde están nuestros grititos? ¿Dónde están nuestras insignias? ¿Será que los legionarios no son cool, y que una persona de izquierdas jamás se solidariza con los militares?
El nombre de los nuestros es una novela de Lorenzo Silva sobre el desastre de Annual, que en realidad apunta a la esencia de todas las guerras: el sacrificio de hombres inocentes, que engañados con la patraña del honor y la patria, o con el cebo del dinero, son enviados al matadero para satisfacer los intereses de un puñado de canallas. Léanla; muy pocas cosas han cambiado desde entonces.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.