Colaborando en la ocupación
La multiplicación de los ataques contra las tropas norteamericanas estacionadas en Irak, perpetrados por unas guerrillas cada vez mejor organizadas, según admite Washington, parece estar alimentando un peligroso sobrentendido: el de que si la situación de la posguerra no se estabiliza es porque las potencias ocupantes no disponen sobre el terreno de una fuerza militar suficiente. A él ha recurrido Donald Rumsfeld al posponer el relevo de algunos contingentes que llevan meses en el teatro de operaciones, y, simultáneamente, anunciar el próximo incremento del número de efectivos desplegados. Salvadas todas las distancias, también el Gobierno de Aznar parece estar razonando desde el mismo presupuesto al poner en práctica estos días la decisión de convertir a España en país colaborador de los ocupantes, adoptada como vía para salvar la contradicción que entrañaba el hecho de haber participado en el severo ultimátum de las Azores, y, sin embargo, no haber contribuido al esfuerzo bélico subsiguiente más que con un buque-hospital.
El intento de los ocupantes de erigir un Consejo local partiendo de las divisiones étnicas y religiosas existentes en Irak corre el riesgo de acelerar el desgobierno
A juzgar por las informaciones procedentes de Nueva York, el sobrentendido, el peligroso sobrentendido acerca de la insuficiencia de la fuerza militar sobre el terreno para gestionar la posguerra, podría estar apoderándose, además, del ánimo de algunos miembros de Naciones Unidas, quienes se habrían mostrado tímidamente favorables a una nueva resolución que diese expresa cobertura a otros países dispuestos a enviar tropas a Irak. Si en el caso de Rumsfeld la voluntad de mandar refuerzos responde a la lógica del aventurerismo militar que le llevó a desencadenar el conflicto, y en el de España, a la necesidad de dar coherencia retrospectiva a las inconsecuencias de aparentar que somos grandes sin serlo, en el caso de la ONU, la aprobación de una resolución que amparase sin ambages la ocupación para animar así a los países menos remisos que el nuestro a la hora de colaborar supondría un brusco quiebro en la trayectoria seguida por la organización desde el inicio de la crisis y, en definitiva, la cancelación de una de las pocas esperanzas solventes para encontrar una salida.
Porque, pese a los avances del sobrentendido desde el que Washington intenta explicar el deterioro de la situación en Irak -inmediatamente secundado por un Gobierno parasitario como el de Aznar, ansioso por absorber importancia a través del procedimiento mitológico de retratarse junto a los importantes-, el principal problema al que se enfrentan los ocupantes y sus eventuales colaboradores en la posguerra no es la insuficiencia de tropas para gestionarla. Antes por el contrario, el principal problema radica en la carencia de legitimidad política para transitar desde la situación de hecho en la que se encuentran instalados hacia una autoridad que, además de estar simplemente compuesta por iraquíes, sea reconocida como tal por una mayoría de iraquíes. Atrapados norteamericanos y británicos en este callejón sin salida -en realidad, una reformulación de la sentencia acerca de la imposibilidad de sentarse sobre las bayonetas-, el intento de erigir un Consejo local partiendo de las divisiones étnicas y religiosas existentes en Irak corre el riesgo de acelerar la espiral del desgobierno en lugar de detenerla.
Carencia de legitimidad
En primer lugar, porque no resuelve, sino que multiplica los efectos de la carencia de legitimidad del ocupante, al colocarlo ante una multiplicidad de opciones en las que su autoridad puede ser siempre contestada; opciones como la de establecer las competencias que tendrá el Consejo o la de decidir qué comunidades deben estar representadas en él, y, dentro de cada comunidad, qué portavoces. Pero, en segundo lugar, porque el hecho de erigir un Consejo local sobre la base de las divisiones étnicas y religiosas no aproxima, sino que aleja a Irak de la democracia, al abrir formalmente las puertas a una peculiar concepción de la representatividad, más cercana a las políticas de reconocimiento defendidas por teóricos multiculturalistas como Charles Taylor que al principio un hombre, un voto. No deja de resultar ilustrativo, a este respecto, que no pocos intelectuales y responsables públicos que han rechazado la adopción de esas políticas en sus propios países dentro del debate sobre la inmigración, las estén apoyando, sin embargo, cuando se trata de levantar el entramado institucional de Irak, sin advertir que lo que aquí serían guetos culturales, allí podría traducirse en fragmentación territorial y quién sabe si guerra civil. Por otra parte, apadrinar para otros soluciones que no se quieren para uno, ¿no es en el fondo reeditar la mirada colonial, sólo que estableciendo la democracia y no la civilización como el bien supremo perseguido?
Frente a quienes proclamaban que el Consejo de Seguridad no había logrado cumplir su cometido en los prolegómenos de la guerra porque, según decían, no había sido capaz de librar al mundo del peligro de unas armas que no aparecen, conviene recordar ahora que, justamente por haber mantenido la posición que mantuvo, las Naciones Unidas siguen siendo hoy depositarias de una legitimidad internacional que puede resultar decisiva para encontrar una salida al imparable deterioro de la situación en Irak. Pero para que esa legitimidad no se dilapide, para que no se cancele una de las pocas esperanzas todavía solventes, es preciso que los ocupantes y sus colaboradores voluntarios asuman la responsabilidad de lo que son de acuerdo con las convenciones de Ginebra, y no arrastren a la organización por la pendiente a la que conduce el sobrentendido de que son tropas, y sólo tropas, lo que se necesita para entrever algún futuro democrático para Irak.
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