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LOS NUEVOS

Danza de géneros

Si la vigorosa producción -vamos a llamarla así- de la actual novelística española se midiera, como las manifestaciones políticas, por la concurrencia, habría que aceptar que la novela vive hoy un periodo de activa participación que crea una masa compacta, aunque muy heterogénea, con flancos abiertos para la recepción de nuevos autores que no modifican el recorrido, sino que contribuyen a su densidad. Esta acentuación en la cantidad, más que en la conveniencia de las propuestas, es lo que ha llevado a algunos a declarar que vivimos una época floreciente. Floreciente, sí, pero asilvestrada. Al menos esto se desprende de las primeras novelas que concurren en esta página; carecen de denominador común, y cada una contribuye a sustentar un género (intriga, costumbrismo, aventura, histórico), sin generar ninguna sorpresa. La excepción, o más bien la disparidad, desde la radical opción en que se inscribe, es la novela de Javier Calvo, adscrita a una posmodernidad anglosajona de mucho kitsch, mucho freak y mucha chatarra cultural. Pero vayamos primero a lo más convencional antes de entrar en el delirio.

Javier Piqueras de Noriega

(profesor de Física de Materiales, no consta año de nacimiento) propone en La cátedra (Meteora) un thriller de ambiente universitario, con un trasfondo de corrupción política e inmobiliaria, que logra entretener, desde luego, si no se exige demasiado al género. Ciertamente, no hay ambición literaria en Javier Piqueras, y no cabe considerar esta narración más allá de un buen ejercicio, por lo demás ejecutado con solvencia. El asunto, en todo caso, daba más de sí, y hubiera merecido un tratamiento más incisivo.

Que una oposición para cubrir una plaza de catedrático de Física de las Nuevas Tecnologías rebase la asepsia académica hasta implicar al tribunal en turbios asuntos inmobiliarios, no deja de ser una buena metáfora social. Pero si la novela se sostiene en una hábil carpintería, los personajes, por el contrario, carecen del menor soplo de vida; son meros resortes del argumento, o elementos de una ecuación. El autor se atiene a los hechos mediante una prosa operativa, carente de brillo, y demuestra un profundo conocimiento de la organización universitaria, aunque su prolijidad para resultar convincente le lleva a ser excesivamente informativo. Por lo demás, la pareja de investigación formada por el profesor y la alumna, un dúo simpático en más de un sentido, hubiera requerido una mejor elaboración de los diálogos, previsibles hasta decir basta.

La otra ciudad (Espasa), de Pablo Aranda (Málaga, 1968), finalista del Premio Primavera, es una novela social y costumbrista que, en un tiempo ya lejano, hubiera pasado por proletaria. La materia narrativa que el autor pone en juego se inserta en un entorno miserable: personajes suicidas y alcohólicos, chicos de barrio sin determinación, emigrantes marginados, mujeres maltratadas, drogadictos, profesores frustrados, alumnos de instituto con una vida familiar de desafecto, decepción y soledad, todo enmarcado en un paisaje urbano agresivo y vulgar, con patios de ropa tendida y niños llorando en la escalera. La novela se ofrece más como un mural del esfuerzo y el derecho a una vida digna, que como conjunción dramática de vidas que coinciden en un mismo territorio. Y como los murales, expele una monótona emotividad y un mimetismo de buenas intenciones. Aunque centrada en la adolescencia de Paco, un muchacho atribulado por la herencia familiar -su padre es el borracho oficial del barrio y su hermano, drogadicto, está en la cárcel-, La otra ciudad se despliega en múltiples secuencias que atrapan las contracciones y dilataciones de un barrio marginal y la desorientación de sus habitantes. La narración, así, se pierde en sus propios meandros al intentar abarcar demasiadas peripecias, y la ausencia de capítulos -el texto es una yuxtaposición de secuencias- no contribuye a organizar la lectura. Pablo Aranda ofrece una visión amarga, pero redentorista de sus jóvenes protagonistas, quienes finalmente encuentran su lugar en la entrega amorosa; no así el profesor, sobre quien recae todo el fracaso, individual y social. Dándole la vuelta, podría leerse como una elegía de la enseñanza.

El dios reflectante (Mondadori), de Javier Calvo (Barcelona, 1973), es el tipo de novela que nace con aspiraciones de fenómeno cultural, y ya le han brotado adeptos y entusiastas, mucho me temo que más por los valores que en ella se quieren ver -irreverente, divertida, salvaje- que por lo que realmente es, un envoltorio narcisista para eludir la conciencia trágica, el miedo, la inevitabilidad del dolor, con el cine japonés de artes marciales elevado a rango de arte y ensayo, en funciones de buque insignia de la neurosis creativa. Javier Calvo posee el don de la sátira, pero no busca efectos de humor, aunque ya en los cuentos de Risas enlatadas (Mondadori, 2001) se despachó a gusto parodiando emisiones televisivas y otros entornos mediáticos de enajenación de la identidad. Aquí la sátira -con la burla atenuada- se proyecta al cine de supermonstruos de los setenta, objeto de fascinación de un joven genio japonés afincado en Londres, que emprende el rodaje de una película de título bien explícito: Estupidez terminal. Lo que esta película quiere expresar, aunque "trata de un luchador de artes marciales que un día se despierta y descubre que todo el mundo es estúpido", es la interferencia en el cerebro de las ondas electromagnéticas producidas por la televisión, los teléfonos móviles, la radio y los satélites, que provocan una masa crítica de entorpecimiento de las emociones. No es poca cosa. En todo caso, la novela refleja este caos a través de la anomalía en que se mueven todos los personajes. Nadie está en sus cabales, la razón ha sido desterrada de la realidad, y todo tiene el aire apocalíptico del malditismo artístico. Aunque excesiva, reiterativa y circular, El dios reflectante confirma el talento desmesurado de Javier Calvo (traductor de Foster Wallace), cuya prosa de ejecución virtuosa, sin embargo, busca el efecto de empacho posmoderno de parecer traducida del inglés.

Líbranos del mal

APARECE AHORA, en traducción castellana, La piel fría (Edhasa), primera novela de Albert Sánchez Piñol (Barcelona, 1965), cuya edición original en catalán, el año pasado, supuso una revelación, con elogios de la crítica y un notable éxito de ventas. Este año, además, ha obtenido el Premio Ojo Crítico de RNE. La narración se inscribe en el doble marco superpuesto del género de fantasía y de aventura, con un estilo reflexivo, en la línea de Conrad, y circunstancias próximas a las pesadillas de Lovecraft. El argumento es simple: un antiguo revolucionario irlandés debe sobrevivir, en una isla fuera de las rutas comerciales, a los ataques nocturnos de extrañas criaturas que amenazan con devorarlo. Todo es irracional y sorprendente. El peligro actúa de pretexto para interrogar el límite de la naturaleza humana. ¿Hasta dónde llega la crueldad cuando se trata de sobrevivir? Aunque la novela se detiene minuciosamente en las tácticas defensivas, su interés radica en el aturdimiento de la voz narradora, que transmite una aflicción ciertamente espesa sobre la experiencia del mal. Demasiado espesa y enfática, sin embargo, y muy inclinada a la retórica, con frases incontroladas de dudosa expresividad, como "laboriosidad de asiático" o "fatalismo de beduino".

También con el mal como sustento del argumento y derrumbadero de la serenidad, Ana Muncharaz Rossi (Madrid, 1965) ha dado voz a un monje del siglo XIV, que escribe en la vejez la crónica de su vida, todavía con el estremecimiento de haber conocido a Zsofiá Kanizsay, inspirado en el personaje histórico del libro de Valentine Penrose, La condesa sangrienta, que también fascinó a Alejandra Pizarnik. El árbol doblado (Tabla Rasa) recrea, sobre todo, la peste de París de 1348 y el papado de Clemente VI. El monje es un ser dubitativo, que se define por su extrañamiento; hijo de campesinos, adquiere cierta notoriedad, y las circunstancias le llevan a los aledaños del poder. Escribe para entender: "Necesito las palabras con la misma fuerza con la que otros se aferran a los hechos o las sensaciones". Así comienza su crónica, exposición del laberinto de su fe y reflexión sobre la soberbia, la crueldad y la sumisión a los poderosos. Con un estilo melancólico, el texto exhibe una rebeldía que nunca sobrepasa la conciencia. El conflicto sólo en apariencia es anacrónico, y tal vez la autora lo propone, pero no queda claro, como alusión al deber moral del escritor con su tiempo.

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