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Capitalismo inmobiliario y corrupción estructural

Antón Costas

La corrupción que parece vincular la política y el sector de la construcción, ¿es un elemento estructural o se trata de casos contados? La pregunta la ha planteado Joaquín Estefanía en un artículo publicado en este mismo diario. Es una cuestión relevante sobre la que merece la pena reflexionar. Porque la corrupción afecta a la calidad de nuestra democracia, pero también al crecimiento económico y, por tanto, al bienestar de todos nosotros. La pregunta es relevante además porque la respuesta adecuada a la corrupción variará en función de que la veamos como casos aislados o, por el contrario, como un elemento estructural y permanente de nuestro sistema político y económico.

En mi opinión, la corrupción que estamos sufriendo está relacionada con el modelo de crecimiento económico que se ha ido configurando en España en las dos últimas décadas. Un modelo en el que la construcción y la actividad inmobiliaria tienen un peso creciente como fuente de riqueza, actividad y empleo, desplazando al protagonismo que tuvo la industria durante las décadas de 1960 y 1970.

Es la construcción la que hace que la economía española haya crecido en estos años por encima de la media de los países europeos. Pero aunque crecemos más, nuestro crecimiento es de peor calidad. La baja productividad que viene manifestando nuestra economía en relación con el resto de la Unión Europea tiene mucho que ver, por un lado, con el peso que tiene el sector del ladrillo en nuestro crecimiento y, por otro, con la escasez de inversiones industriales y tecnológicas y en formación de nuestro capital humano. Para que ese diferencial de crecimiento actual a nuestro favor no nos haga perder perspectiva, conviene no olvidar que a medio plazo la riqueza de un país y el bienestar de sus ciudadanos depende de la productividad. Si ésta es baja, el crecimiento actual puede ser como pan para hoy y hambre para mañana.

Vale la pena que nos paremos un momento a caracterizar un poco más el actual modelo de crecimiento. En las facultades de economía se explica a los estudiantes que la sociedad capitalista en la que vivimos es el resultado de una evolución histórica que ha pasado por varias etapas, marcadas por la que en cada momento era la fuente del crecimiento y la riqueza. A una primera fase de capitalismo comercial, basado en la explotación y el comercio con las colonias de ultramar, le siguió un capitalismo financiero que dio lugar a la primera globalización. A éste siguió un capitalismo agrario y después otro industrial que desde finales del siglo XIX tuvo en la producción de todo tipo de manufacturas la fuente de la riqueza. Ahora los países desarrollados están avanzando hacia un nuevo modelo de sociedad capitalista que funda en el conocimiento y las tecnologías de la información y las telecomunicaciones las nuevas fuentes de productividad, riqueza y bienestar.

A pesar de los buenos deseos del presidente Aznar para colocar a España al frente de esa nueva sociedad del conocimiento, nuestra economía parece haberse anclado en un peculiar modelo que podríamos llamar capitalismo inmobiliario. La especulación con el suelo, la construcción y la especulación con la vivienda han pasado a ser el motor del crecimiento y la fuente de riquezas rápidas.

Como siempre ocurre, las fuentes de la riqueza que dominan el crecimiento de un país impregnan asimismo los comportamientos y los valores políticos y sociales. Si en el pasado los presidentes de los clubes de fútbol eran los industriales de éxito de cada localidad, hoy han sido sustituidos por personas vinculados al sector constructor. Todo un síntoma.

La corrupción actual tiene mucho que ver también con este peculiar capitalismo del tocho. Al convertirse el suelo y la construcción en los motores de la riqueza y el crecimiento, la corrupción se ha intensificado y generalizado. En primer lugar, porque el capitalismo inmobiliario basa su florecimiento en la plusvalía, y no en el beneficio industrial o el margen comercial, y la plusvalía tiene su origen en decisiones discrecionales de los responsables municipales y autonómicos de recalificar los usos del suelo o de conceder licencias. En segundo lugar, se trata de una corrupción descentralizada, que permite que prácticamente todos los partidos políticos, nacionales o locales, se beneficien de ella, porque si no gobiernan en una localidad o comunidad gobiernan en otra, y el bien sometido a corrupción, el suelo y las licencias, existe en todos partes.

Esa corrupción intensa y generalizada eleva el precio de las obras públicas y del suelo, y a través de él, el precio de la vivienda, perjudicando a un gran número de familias y personas. Pero, por otro lado, tiene muchos beneficiarios. Desde los ayuntamientos hasta todos aquellos profesionales cuyos ingresos proceden de comisiones sobre el valor de las transacciones inmobiliarias.

Al ser una corrupción estructural no tiene buena solución. Además de las que sugerí en estas mismas páginas en un artículo anterior (La espuma de la corrupción, 23 de junio de 2003), dirigidas a poner filtros a los corruptos y establecer incompatibilidades entre intereses privados y desempeño de cargo público, la corrupción no disminuirá mientras no se cambien los sistemas de financiación de los partidos y de los ayuntamientos. Pero ante todo, es necesario un cambio de modelo de crecimiento. Pasar del crecimiento basado en el ladrillo a otro basado en la inversión en infraestructuras de uso público, en nuevas tecnologías y en capital humano. Ése es el reto del nuevo gobierno, tanto en Cataluña como en España.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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