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La religión ataca de nuevo

La religión reaparece en la escena política. En Europa se presiona para que la futura Constitución recoja en su preámbulo una mención al cristianismo como parte de las raíces culturales del continente. En España, el actual Gobierno conservador pretende reimplantar el valor curricular de la asignatura de Religión en la escuela pública. Lo característico de esta reaparición, en ambos casos, es que la religión pretende legitimar su presencia política mediante argumentos de corte sociológico, muy distintos de los utilizados en otras épocas. La religión no reclama ya su papel como doctrina comprehensiva y trascendente, capaz de definir el bien y el mal, sino, más humildemente, se nos intenta colar como seña de identidad cultural europea (el tópico identitario tan al gusto actual), o como elemento estructural que favorecería la transmisión de valores a la juventud y, por ende, la cohesión social (el argumento funcionalista típico desde Durkheim). No se nos pide la adhesión política al dogma cristiano, sino sólo que lo reconozcamos como parte de nuestra identidad política, y que le otorguemos un estatus funcional para la pervivencia de nuestras sociedades occidentales.

La pretensión identitaria es, ni que decir tiene, vergonzosamente contradictoria con las protestas de laicismo que se esgrimen contra los inmigrantes musulmanes en cuanto aparece un velo por medio. La religión y sus símbolos no caben en nuestra Constitución política, por mucho que pretendan entrar camuflados como raíz cultural (admitiendo que las personas tengan raíces, que ya es mucho admitir). El rasgo más característico y trascendental de la historia política europea, el que nos define como comunidad política, consiste precisamente en haber reducido la religión al ámbito privado en un momento histórico determinado, haberla expulsado del ámbito político para siempre. De esa expulsión nació la tolerancia, y de ésta, la libertad política. Ahí no cabe marcha atrás.

Por otro lado, es más que cuestionable que los valores cristianos tengan, como tales valores, una relevancia específica en nuestro pasado histórico. Es cierto, como afirma George Sabine, que la aparición de la Iglesia católica fue un acontecimiento trascendental para la filosofía política occidental. Pero no, como parecen pretender sus hodiernos defensores, por los valores que trajo consigo (los valores cristianos eran indistinguibles de los predominantes en el estoicismo de su época), sino por el hecho de su existencia como poder ideológico alternativo al temporal. La constitución de un poder legitimador distinto del imperial abrió para el súbdito la posibilidad de una lealtad dual, le permitió la crítica del poder temporal desde el religioso. Esta dualidad es la que, a la larga, permitió a Europa escapar al despotismo orientalizante que confunde lo temporal y lo espiritual. Basta ver los efectos de la ausencia de ese dualismo en las sociedades musulmanas para captar su importancia en las nuestras. Pero, insisto, lo trascendente no fueron los valores aportados por el cristianismo, sino la génesis de un poder alternativo al temporal en la sociedad romana. Se trata de un hecho histórico, no de un valor.

Si la mención constitucional del cristianismo como rasgo identitario es rechazable, ¿qué decir de la defensa funcionalista de la religión en base a su capacidad de transmitir eficazmente los valores necesarios para la cohesión social? Este argumento ha sido muy apreciado siempre por los conservadores (Cánovas lo utilizó ampliamente en su día), pero también se reclama por sectores más progresistas, atemorizados por la aparente pérdida de cohesión interindividual que se produce en nuestras actuales sociedades liberales atomísticas. El individuo precisaría de religarse a alguna clase de trascendencia, pues de lo contrario caería preso de la razón instrumental, incapaz de orientarle en los conflictos de valores. Lo de menos es que sea verdad, que diría un castizo, lo importante es tener una religión, sobre todo para educar a los jóvenes.

En esta postura funcionalista existen varios equívocos importantes, y conviene desvelarlos. Ya de entrada, late en ella una especie de rebelión contra el proceso de desencantamiento del mundo que realizó históricamente la razón ilustrada. Se reclama una doctrina trascendente, una religión, porque el espectáculo que nos revela el ejercicio de nuestra razón resulta muy desagradable. Y, como niños asustados por las consecuencias de sus propios actos, algunos pretenden reencantar el mundo, volver a crear una sociedad fundada en sólidas convicciones y valores trascendentes. Algo evidentemente imposible.

La religión tiene un elevado valor funcional, claro que sí, pero sólo en aquellas sociedades que viven la religión como tal, como una verdad trascendente o como un rito sagrado significativo. Lo que no cabe es inventar una religión con fines funcionales, o utilizar para esos fines una religión que ya no se vive socialmente. Una vez que la civilización ha descubierto el truco, que ha mirado dentro del mecanismo interno de la antigua magia, ésta no funcionará nunca más. Sobre esto dejó escritas Max Weber páginas estremecedoras.

Proponer el estudio de la religión para transmitir valores entra dentro del absurdo que venimos de denunciar. La religión los transmitía cuando se vivía como tal, cuando mediaba la fe personal y social. Cuando ya no es así, estudiar la religión es tanto como estudiar los ritos célticos: un objeto apasionante de estudio, pero carente de toda virtualidad formativa.

Y es que existe en todo esto un último equívoco, en el que parecen incurrir igualmente en España los pedagogos conservadores y los progresistas: la idea, realmente estrafalaria a poco que se profundice en su análisis, de que los valores se transmiten a la juventud mediante el estudio de, precisamente, esos valores. Unos creen que los jóvenes adquieren valores personales estudiando religión, otros que estudiando ética, o comportamiento cívico, o tolerancia, o cualquier otra asignatura que a nuestras bienintencionadas autoridades educativas se les ocurra como medio para frenar los comportamientos inciviles. Qué error.

Estudiando se aprenden conocimientos, pero no se adquieren ni interiorizan valores ni pautas de comportamiento. ¿Cómo se adquieren entonces? Toda la tradición occidental nos lo dice: mediante el ejemplo y mediante los relatos literarios. ¿Qué era la enseñanza de la religión sino un inmenso y apasionante relato del mundo, el que en tiempos llamábamos "historia sagrada"? Si este relato ha caducado, no importa, la literatura universal ofrece miles de relatos de increíble potencialidad formativa. Utilícense adecuadamente en la escuela y no habrá necesidad de clases de religión.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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