¿Política sexy?
En el cada vez más sociopático mundo de los asesores gubernamentales, es infinitamente más importante que un documento sea excitante a que sea veraz. Lo llaman hacer más sexy un informe. La cuestión es muy sencilla: ¿cuál es la mejor manera de hacer tragar una decisión gubernamental en principio conflictiva, como por ejemplo la invasión de Irak? Basta con recurrir a los mismos ingredientes que aumentan la probabilidad de éxito de cualquier otro producto informativo: una base de terror o de comedia, según los casos; unas declaraciones picantes provenientes de fuentes anónimas generalmente bien informadas; un par de aludidos irritados por lo que consideran rumores sin fundamento; dinero, sexo y violencia al gusto. Sírvase caliente y comprobaremos cómo una buena parte de la ciudadanía acabará asumiendo la decisión política en cuestión y sus consecuencias con el mismo interés pasivo con que asiste a las peleas de ratas marcianas o a los arrimos de alcaldes y tonadilleras.
Diversos medios de comunicación nos han contado estos días, a raíz del extraño suicidio de David Kelly, que los asesores para el conflicto de Irak del primer ministro británico, Tony Blair, demandaban tanto a los servicios de inteligencia como a los expertos científicos datos lo suficientemente impactantes como para desarmar cualquier reparo ante la guerra. Si no fuera por el asco que nos produce la imagen, podríamos imaginarnos a un grupo de babeantes advisers, encelados con su propia ficción, reclamando más y más excitación ¡oh sí! dame más, dame lo que sea para poder elaborar un informe lo suficientemente estimulante como para poner cachonda a la opinión pública. ¿La verdad? No dejes que la verdad te estropee una buena historia.
Se ha escrito que "el éxito de las instituciones democráticas depende de que exista una minoría suficiente de demócratas activos y responsables que las mueva" (Crossman). Esto es radicalmente cierto. No hay sistema institucional democrático que pueda sostenerse sin una minoría suficiente de demócratas que las habite y las haga funcionar. Una "minoría" no en el sentido aristocrático del término -un pequeño y exclusivo grupo de notables- sino en un sentido estrictamente aritmético: un mínimo de personas, un número suficiente de personas activas y responsables. Por eso, podemos replantear así la tesis con la que abrimos estas líneas: las instituciones democráticas tendrán más éxito -serán de mejor calidad- en la medida en que la minoría necesaria de demócratas activos y responsables que las mueva tenga tendencia a ampliarse hasta alcanzar, al menos como horizonte ideal, a la totalidad de las ciudadanas y los ciudadanos.
Evidentemente, una ciudadanía activa no es la única condición de la democracia. Por el contrario, suele ser característico de los regímenes autoritarios la existencia de una ciudadanía (¿o mejor muchedumbre?) en permanente movilización, una ciudadanía activada desde el poder para ocupar la calle. Pero la participación efectiva, en un régimen de derecho, es imprescindible. Por encima de todo, la democracia es una cuestión de cultura y de práctica. Como señalaba recientemente Francisco Rubio Llorente: "Ninguna Constitución puede garantizar la existencia de un buen gobierno. Sin buena sociedad no hay buenos gobiernos y, por tanto, es inútil tratar de conseguirlos mediante obras habilidosas de ingeniería constitucional" (EL PAÍS, 21 de junio de 2003). La democracia es democracia en acción, o no es nada. Por eso, una ciudadanía despierta, comprometida con lo público y dispuesta a ejercer permanentemente la tarea indeclinable de controlar a los poderes públicos, es la condición sine qua non para la democracia.
Esta es la única manera de que esa supuesta política sexy, esa política basada en la excitación de los más bajos instintos (el miedo al diferente, el afán de poder, la inseguridad vital, el patriotismo excluyente) no acabe convirtiendo a nuestras democracias en democracias-basura.
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