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Columna
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El vicio de cobrar

El presidente del Círculo de Empresarios de Madrid, Manuel Azpilicueta, nos ha abierto los ojos, y se los ha abierto en especial a las masas que no encuentran trabajo. Según Azpilicueta, la mayor lacra del mercado de trabajo es el salario mínimo. Demanda que el mercado laboral sea más libre y flexible. "La gente suele adormecerse en la situación de desempleo", declara. Y ciertamente tiene razón: cuando la gente no tiene un lugar de trabajo suele quedarse en casa, y muy probablemente en el sofá, y ya puestos por qué renunciar a adormilarse. Lo de la siesta es como lo de la soledad: que está muy bien cuando es buscada. Una buena siesta, siendo millonario, debe de ser placer de dioses. Una siesta en el desempleo es sólo una razón más para el remordimiento

Manuel Azpilicueta (que como buen pijo madrileño tiene apellido vasco, en una demostración más de que la sangre no cuenta demasiado, ni para ser vasco ni para dejar de ser idiota) hila su discurso con perlas impagables: "El salario mínimo bien está", sugiere, "pero a veces lo que hace es evitar que se contrate a gente que estaría dispuesta a trabajar por menos del salario mínimo". Hombre, la verdad es que puede mantenerse esa certidumbre sin ser presidente del Círculo de Empresarios, aunque uno se sobrecoge si lleva estas afirmaciones hasta sus últimos extremos. ¿Por cuánto estaría usted dispuesto a trabajar? ¿Por seiscientos euros al mes? ¿Qué tal trescientos? ¿No dependerá también del hambre? ¿No trabajaría usted doce horas diarias a cambio de un bocadillo de jamón, caso de que su estómago clamara? Por apurar, uno trabajaría incluso sólo a cambio de estar vivo, caso de que le apuntara, como en el célebre anuncio, un mono con ballesta.

En la decadencia del Imperio romano, cuando la vida era violenta e insegura, hubo soldados mercenarios que servían a los latifundistas a cambio del sustento diario. Se llamaban bucelarios; de buccella, "bocado". Supongo que Azpilicueta se sentiría fascinado ante ese diáfano funcionamiento de las leyes del mercado, siempre, claro está, que le tocara el papel de latifundista y no el de bucelario. A lo mejor, en ese otro caso, se le ocurriría alguna vaga objeción sindical.

Es curioso comprobar que la remuneración laboral, como gravamen que lastra la actividad de las empresas, se predica siempre de los salarios más bajos, más escuálidos. Nadie aprecia ningún inconveniente en los grandes ejecutivos que a sus nóminas astronómicas suman prebendas como coches oficiales, tarjetas de crédito a cargo de la empresa o contratos blindados que les garantizan un futuro de rentistas. Se presume que los ejecutivos proporcionan a sus organizaciones un alto valor añadido, pero ese valor es tan alto que a veces resulta difícilmente mensurable. A menudo se transforma en un agravio para otros trabajadores y en una burda estafa para los accionistas de la compañía. Recientes escándalos financieros han puesto sobre la mesa que el verdadero poder empresarial ni siquiera está en manos del accionariado: está en manos de un puñado de altos ejecutivos, que pueden ser muy eficaces pero que pueden ser también sencillamente ineptos. Recientemente una revista publicó los obscenos sueldos de una serie de altos responsables de empresas americanas precipitadas al vacío por la mala gestión, la desidia o la torpeza. ¿Quién pide responsabilidad a esos individuos? En teoría, las juntas de accionistas, pero a los accionistas se les regala una carpeta y un bolígrafo corporativos y se quedan tan contentos.

Es cierto que cuando deben reducirse los gastos hay que apretarse el cinturón, pero surgen los problemas al concretar el cinturón de quién. Cuando en ciertas compañías la diferencia de salarios puede alcanzar la proporción de 1 a 100, ¿por qué no en vez de echar a 1.000 trabajadores no echamos a 10 lerdos con corbata y camisa de doble puño? Porque esta es una de las ventajas del mercado libre de Azpilicueta: que si sirve para exponer las opiniones más absolutamente reaccionarias, también podría servir de argumento para la sana demagogia.

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