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Columna
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Sagunto, hoy

¿Qué es mejor, ser artista o ingeniero industrial? ¿Es preferible enterrar o incinerar a los fallecidos? ¿Las personas deberían ser introvertidas o extrovertidas? Dudo mucho que estos dilemas tengan algún tipo de solución técnica, jurídica, científica o profesional. Todo depende de un amplio juego de actitudes y sensibilidades muy distintas en cada caso, que no son buenas ni malas, verdaderas o falsas, acertadas o erróneas. Cuando se plantea un conflicto de este tipo, buscar soluciones objetivas es la mejor manera de eternizar el problema y disgustar a todas las partes. La reconstrucción ya realizada del teatro romano de Sagunto y el intento de restitución al estado anterior es un tema de actitudes que poco tiene que ver con criterios objetivos o dictámenes técnicos.

En el siglo XIX se veneraban las ruinas y la arqueología se convirtió en una moda social. El descubrimiento de los restos de culturas anteriores significaba la confirmación de que la propia cultura era material fungible y de que, con el tiempo, alguien descubriría también sus propios restos. Al mismo tiempo, la antropología cultural estudiaba nuevos pueblos con distintos valores, normas y costumbres extrañas para ellos. Todo apuntaba a lo mismo, a que la sociedad en la que vivían no era la única, tenía un tiempo limitado y que después aparecerían otras. Por eso conservar las ruinas, contemplar esos restos embalsamados, era la mejor terapia para no sentirse únicos ni encontrarse solos en la historia. De ahí surgía la infinita añoranza de Hoffmann o el sentimiento del Tristán de Wagner.

Los tiempos contemporáneos son distintos, en la poshistoria rechazamos con horror la visión de los restos mortales de individuos o sociedades, porque el progreso nos hace vivir nuestro mejor momento que sólo será superado incesantemente por el futuro. La cirugía estética no se limita a conservar, sino que mejora nuestros cuerpos. La vejez es una incorrección terminológica porque la verdad es que disfrutamos de nuestra tercera edad. Preferimos incinerar, reconstruir o reciclar antes que contemplar las reliquias de lo que ya no es. Cuando contemplamos un monumento histórico, lo primero que pensamos es darle color al difunto, buscarle alguna utilidad pública, impulsar la animación cultural de la antigualla. Más que crear algo nuevo, ya sea en arte, en ciencia o en diversión, preferimos renovar y rejuvenecer las cosas para poder utilizarlas de nuevo.

¿Cuál de las dos concepciones es la verdadera? A mí que me registren, pero ya somos mayorcitos para saber que no se puede vivir a contracorriente. Los monumentos históricos son como emigrantes del tiempo, aparecen entre nosotros con o sin permiso, no es fácil devolverlos a su país de origen y tienden a ser explotados por gente desconsiderada. La mejor manera de tratarlos es aceptándolos, darles una nueva vida y procurar adaptarlos a nuestras formas y necesidades para que contribuyan positivamente a la sociedad actual. Nadie aceptaría ya encerrarlos en un museo como recordatorio de que existen otros pueblos y otras costumbres.

No estoy muy seguro de que haya sido metempsicosis, reencarnación, resurrección, renovación o transformación, pero lo que está claro es que el teatro romano de Sagunto ha vuelto a nacer. Es la magia del reciclado.

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