Pinocho y González Pons
Ahora que hay declaraciones institucionales a favor de la escuela, ahora que la autoridad del ramo parece manifestar mayor sensibilidad, deberíamos celebrar una vez más la instrucción, conmemorar la instrucción pública como instrumento de integración, de paz social y de mejora individual. Supongo que el nuevo consejero no los precisa, pero por si acaso le soplaré al oído dos argumentos, uno liberal y otro republicano, con los que poder justificar la inversión educativa: en los colegios nuevos y numerosos con cuya construcción nos aturden, pero también en las escuelas de muchos años que digna y materialmente sobreviven con estrecheces a pesar de la desatención. A ver si así evitamos que a González Pons se le enfríe el entusiasmo o que, andando el tiempo, se canse de esta porfía y tenga que ir a la convocatoria de septiembre. En primer lugar, con dichos argumentos, no sostengo nada sustancialmente nuevo: sólo me sumo a la tradición liberal, la misma que invocan los populares, aquella que dice confiar en la sociedad civil, en los individuos, en su capacidad para madurar, para enfrentar los determinismos, para rebasar ese infierno de fatalidades que es o puede ser vivir. Invertir en educación no sólo es un socorro, como habitualmente se ha justificado desde la benevolencia, sino que debe ser un capítulo necesario para la cohesión y la autodefensa de las sociedades abiertas, por decirlo con palabras de Karl Popper. Los liberales proponen la contención del gasto como medio que evite la ruina fiscal del Estado. Por eso predican la autonomía de la sociedad civil, promotora y gestora de sus propias iniciativas. En principio, nada que objetar. Ahora bien, esos mismos liberales, que no impugnan el gasto en seguridad, que lo consideran necesario, deben saber que la inversión que hoy en día habría que hacer en la escuela pública, lejos de ser una dádiva que el Estado asistencial concede a los menesterosos, tendría que considerarse un ramo del capital social: un gasto en orden y seguridad, un desembolso que podría facilitar la cohesión, que podría evitar el caos axiológico y la anomia, en palabras de Émile Durkheim, un freno que podría contener el rechazo cultural de aquellos inmigrantes que no aceptan o aún no entienden las ventajas de la sociedad abierta.
La inversión que habría que hacer en la escuela pública tendría que considerarse un ramo del capital social
Pero cuando celebro la instrucción no sólo invoco ciertos principios liberales: me adhiero, en segundo lugar, a una vieja tradición republicana, a aquella que hacía del maestro su mentor, por decirlo con el joven Telémaco: un mentor que se enfrenta a las coerciones que siempre atenazan al niño, el guía que opone resistencia incluso a aquellos padres que creyéndose celosos guardianes de su prole impiden su normal desarrollo. Permítanme un desahogo. En la vieja escuela rural, aquella que exhumó Manuel Rivas en La lengua de las mariposas, aquella que encarnó un eximio Fernando Fernán Gómez, la que, en fin, algunos de nosotros aún pudimos atisbar en nuestra mocedad, los mejores maestros eran esos mentores que les quitaban la venda y el velo a los muchachos iluminándoles con un mundo nuevo, distinto e inquietante, esos tutores que les hacían fantasear con lo que creían inalcanzable, esos guías que les ayudaban a discernir. Hablo de velos, como aquí hizo admirablemente Miquel Alberola, y me doy cuenta de que empleo esta voz en un sentido metafórico, pero también real, tan real como es hoy la reivindicación del espacio libre de cada uno sin la interferencia insidiosa de la autoridad confesional. Aquellos maestros de la tradición republicana -como el que, por ejemplo, disfrutó mi propio padre-, aquellos maestros, digo, no confirmaban creencias ni atavismos, sino que desarraigaban a los niños incluso contra los planes que los propios progenitores habían concebido para ellos. Entonces y después, abandonar el futuro al que aquellos muchachos estaban confiados era cometer una cierta traición contra sus mayores, una traición necesaria que contrariaba el angosto designio que les habían impuesto, una traición que se realizaba con el auxilio frecuente de maestros audaces. Los padres tenían pequeños negocios y huertas y se mostraban como aplicados, como disciplinados trabajadores, casi siempre esclavos de su tarea. De hecho solían confundir laboreo y destino y no creían que la vida les permitiera grandes expansiones. Por eso, tantos de aquellos progenitores desconfiaron de las letras y de los maestros, a quienes podían culpar por haber intoxicado a sus hijos con ideas disolventes, las de la cultura, las de la lectura. Por eso, tantos de aquellos muchachos estudiaban con el fin de escapar, con el fin de rehacerse ignorando el programa concebido por los mayores: buscaban su provisión de futuro más allá de los confines del bancal, más allá del limo originario, más allá del calor del establo.
La mejor educación no es la que reproduce sin más ni obligatoriamente las pertenencias o las fidelidades culturales de origen, sino la que permite elevarse por encima de esas determinaciones que son nuestro punto de partida. En este aspecto, al menos, la tradición liberal y la tradición republicana coincidirían: justamente como aprendimos de Hanna Arendt. En Palabras cruzadas, del que es coautor, José Luis Pardo habla de lo frágil que es la identidad personal con que hoy sobrevivimos: frente a la tribu familiar, que es nuestra cárcel originaria, frente al trabajo precario, que es el presente efímero de tantos, lo único estable es o debería ser la escuela como espacio público, añade. Pone el ejemplo de Pinocho, el muchachito de madera, inadaptado, diferente y algo tarambana. Dice José Luis Pardo: la situación en que vivía Pinocho estaba entre "la casa del padre -en donde es una marioneta- y el horrible barco en donde los niños, sin haber alcanzado la condición de adultos y seducidos por la promesa de una vida en Jauja, acaban convirtiéndose en bestias... de labor". "Por más que lo pienso", insiste José Luis Pardo, "y considerando que sería despiadado privar a los mortales de su comunidad natal e imposible liberarles de la odiosa necesidad de trabajar, el único modo que se me ocurre de evitar que ese conflicto alcance tan desolador desenlace consiste en insertar, entre el hogar y la fábrica, una dimensión irreductible a ambos, a saber, el espacio público". Y ese espacio público es, insiste Pardo, "la Escuela, adonde Pinocho se dirigía cuando salió de su casa y antes de ser interceptado por Juan Sin Nombre". A pesar de que pueda parecer una idea entrañablemente antigua -ya digo: liberal, republicana, arcaica en suma-, creo que esta bella aspiración, a cuya realización han ayudado los mejores maestros de siempre, sigue siendo un noble ideal que no debe descartarse en una sociedad que busca criterios, que hace del devenir vertiginoso su circunstancia, justamente en una sociedad en que la pluralidad de origen y de pertenencias convierte la educación en su instrumento mejor.
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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