Vallejo y el círculo moral
FERNANDO VALLEJO ha sabido escandalizar la mente estrecha de los bienpensantes. Pero ésta es sólo una faceta, y no la más importante, de su prosa extraordinaria. Todo aquel que haya leído con cuidado a este gran narrador, sin dejarse llevar por el primer impulso de rechazo que pueden producir sus improperios (contra Dios, el Papa, la Virgen, la Patria, el Presidente, la Madre, la Preñez), sabe que detrás de su furia lexical y de su ira santa se esconden un enorme corazón y una ternura sin límites. Los demasiado tiernos, como él, para que no los disuelva el ácido de una realidad tan terrible como la colombiana, deben forrarse en una coraza de furor.
El otro día, cuando lo llamé a México desde su ciudad para felicitarlo por el Premio Rómulo Gallegos (el galardón literario más importante de Hispanoamérica), me preguntó: "¿Qué estás viendo por la ventana de tu casa?". "Las montañas, Fernando, las montañas," le contesté. Y él: "Yo también las estoy viendo en este momento, a través de tus ojos". Era la frase de un desterrado que, sin decirla, menciona su nostalgia, porque uno, viva donde viva, añorará siempre el sitio donde pasó la juventud, es decir, esos años en los que se cultiva la ingenua esperanza de que existe un lugar para la felicidad. Fernando Vallejo es, también, un exiliado, porque de Colombia es la lengua en la que escribe, de aquí el acento de sus libros, y de aquí los paisajes y los personajes (sus muertos más queridos) que se pasean por sus novelas.
Sobre el ganador del Premio Rómulo Gallegos 2003
"Y si sufre de añoranza, ¿por qué entonces no vuelve?", dirán las personas prácticas. Pues porque esa ilusión se la rompió la misma realidad, la podredumbre y la hipocresía de nuestras gentes, nuestra pobre calidad humana, el mal sabor en la boca que dejan la violencia, la barbarie y las maldades locales. Vallejo siente por Medellín y por Colombia algo parecido a lo que siente una esposa enamorada cuando descubre que su marido la traiciona desde hace años: un odio infinito por lo que más ama; una escisión completa de sí misma y del otro: lo más amado y lo más odiado es al tiempo una y la misma cosa.
El desbarrancadero, la bellísima novela que acaban de premiar en Venezuela, cuenta, a través del descalabro de una familia, el desastre de un país. Una y otro se están disolviendo. Los seres más queridos (el padre, el hermano) se hunden en la enfermedad, en el dolor, y lo único que puede hacer el protagonista es ayudarlos a morir, para que no sufran más. Y los seres más odiados (la madre y otro hermano, el gran güevón) están cada día más sanos, más fuertes y felices. Triunfa lo peor, al mismo tiempo que lo mejor de nosotros se va. Ése es el desbarrancadero por el que se va despeñando el país.
Fernando Vallejo ha sido visto por algunos como un inmoral, por su vida privada y porque ataca a todas esas figuras con mayúsculas enunciadas en el primer párrafo. A lo primero puede decirse que Vallejo ha vivido su sexualidad con una ternura y una estabilidad con su pareja que ya se quisieran la mayoría de las parejas heterosexuales, que se creen más morales simplemente por el hecho de no ser gays. A lo segundo, basta contestar con el ejemplo que más ira provoca, el del Papa. Es monstruoso, dicen, que Vallejo ataque la figura sagrada del Pontífice. Lo que Vallejo sostiene, con una moral superior, es que quizá no haya nada tan monstruoso y tan inmoral como oponerse -en las actuales condiciones del mundo- al control de la natalidad. Seis mil millones de almas camino de siete mil son el mayor riesgo de destrucción del planeta y, paradójicamente, también de la especie humana. Cuando el Vaticano rectifique -y quizá nos toque ver ese milagro- tal vez sea ya demasiado tarde para la tierra y para los hombres.
Vallejo ha dicho que donará su premio -100.000 dólares- a alguna institución venezolana que se ocupe de mitigar el dolor de los animales. En ese gesto se notan su desinterés personal y su gran altruismo. Ese gesto le enseña a una sociedad para la que "lo único que importa es la plata", que fuera del lucro hay algo más. Hay quienes creen que los seres humanos, a través de la historia, han conseguido un cierto progreso ético. Algunos han definido este progreso como la capacidad de ampliar nuestro círculo moral. Lo más primitivo es amar y proteger sólo lo más próximo: nuestros parientes cercanos. El círculo se amplía cuando incluye el clan, la tribu, la raza, la nación. Un paso más allá es cuando nuestra preocupación y solidaridad moral incluye a todos los pueblos y a todos los países, a los seres humanos sin distinción. La nueva frontera en este círculo que se expande consiste en compadecer y amar a los animales, nuestros parientes más próximos en la biología y los que más maltratamos.
Fernando Vallejo, que no solamente es una vanguardia literaria sino también moral, acaba de darnos, como es su sabia costumbre, una caricia con bofetada. Otro insulto cariñoso, aunque lo más probable sea que nunca aprendamos la lección.
Fernando Vallejo (Medellín, 1942) es autor de libros como La virgen de los sicarios, El desbarrancadero y La Rambla paralela (todos en Alfaguara).
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