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Columna
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Museo Oteiza

A cuatro o cinco kilómetros del ferial, donde triunfan el gato galáctico y el gorila pugilístico, está el alto del que solía bajar Oteiza como un loco. Como el loco aquél de "Dios ha muerto, lo hemos asesinado, y no sabemos qué fiestas expiatorias tendremos que inventar". En el ferial, el ruido de un hit-parade universal, vomitado para más gloria de los decibelios por las etapas de potencia, reverberado en eternos bucles por los secuenciadores con que ha sido mezclado ("que el ruido no pare, no pare, no pare-e-e-e"), pone a prueba el límite de resistencia del oído humano. El gato galáctico y el gorila pugilístico, muñecos inanimados, duros de oído, lo llevan bien. Nosotros no tanto. Nos vamos ahora mismo de excursión.

Oteiza, el de "yo no ensucio mi historial de fracasado con una victoria", sigue conquistando derrotas después de muerto

En el alto del que solía bajar Oteiza como un centauro del desierto, está ahora su casi solitario museo. El laberíntico edificio de Sáenz de Oiza es impresionante; el recorrido por el interior, desolador. El museo está casi vacío de visitantes y vacío del todo de proyecto. Oteiza, el de "yo no ensucio mi historial de fracasado con una victoria", sigue conquistando derrotas después de muerto.

El último centauro de las vanguardias artísticas del siglo XX, que como combatiente de primera línea abandonó la escultura para intentar desde la política el reencantamiento del horizonte ("¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte?", clamaba el loco), es ahora Acteón devorado por los perros. Como el centauro Quirón, y muertas las divinidades, Oteiza se proponía facilitar a los mortales artes con las que remitificar el mundo. No es ése el propósito al que sirve su poco visitado y poco visitable museo (ninguna vida, ninguna actividad en él, sólo calma y silencio). Como Acteón, el loco de Alzuza osó mirar de frente a la divinidad. Como aquél, ha sido convertido en ciervo y devorado por unas autoridades políticas, deseosas de turistas, pero no de otros ruidos y riesgos culturales.

Hubo un tiempo en que Oteiza pensó en hacer una película titulada Acteón. En aquel tiempo creía que en las cuevas cinematográficas podía encenderse la linterna mágica y siluetear en la pantalla el horizonte de un universo reencantado: un horizonte desde el que sostener la mirada ante los dioses inclementes, o por lo menos protegerse de su caprichosa crueldad. Acteón: otro de sus grandes fracasos, nada. Un poco más arriba de su museo, al pie de la iglesia de Alzuza, está la tumba de Oteiza. Tres mínimos listones, que forman una doble cruz, lo unen con Itziar. En el listón horizontal tan sólo unas fechas. Se podría añadir el epitafio de la tumba del cineasta Yasujiro Ozu, cuyas películas están hechas de profundidad de tiempo: "mu", nada, el vacío.

En el parque de la Ciudadela de Pamplona, al lado del ferial, donde el gato galáctico y el gorila pugilístico siguen sobrellevando con alegría el brutal chaparrón de vatios, está la pieza de Oteiza titulada Un gudari llamado Odiseo. De la cara del soldado, azotada por los inclemencias del tiempo y tantas batallas perdidas, se va desprendiendo la pintura y empieza a asomar el óxido. El óxido, como el ruido, nunca descansa. El óxido es el anuncio de otro derrota en marcha. En el parque de Yamaguchi, una pieza de Oteiza en forma de frontón, pensada para desatar sobre sus planos fuerzas y astucias dignas de pelotaris superiores, sirve de lecho a los rendidos turistas. Como tantas del centauro de Alzuza, ésta es una pieza arquitectónica. Oteiza gran arquitecto, incluso de sí mismo y de sus fracasos.

En Alzuza, a cuatro o cinco kilómetros de donde triunfan el exitoso gato galáctico y el popular gorila pugilístico, hay uno de los más bellos monumentos al fracaso que haya visto la modernidad.

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