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¿Puede ser Italia un actor importante en Europa?

A comienzos de semana, Silvio Berlusconi prometió que la presidencia italiana de la Unión Europea (UE) "no puede ser igual que todas". Al menos nadie puede acusarle ahora de incumplir su propio orden de prioridades. El hecho de que comparara a un importante parlamentario alemán con el comandante de un campo de concentración rompe todas las normas de un debate político aceptable. En el plano personal, es un insulto grotesco e injusto. He trabajado con Martin Schulz varios años y sé que es un hombre decente, situado dentro de la línea predominante de la socialdemocracia europea. El único rasgo que tiene en común con los nazis es que habla alemán. Y eso nos lleva a otra norma que Berlusconi ha roto. La Europa moderna se basa en el rechazo a los estereotipos étnicos y en la determinación de consignar a la historia los conflictos nacionales del pasado. En una sola frase, Berlusconi se las apañó para sacar a relucir antiguos estereotipos y viejos conflictos con objeto de esquivar ciertas preguntas válidas, si bien incómodas, que le habían planteado. Espero que se disculpe. Tendría que hacerlo por una cuestión de decencia humana. Debe hacerlo por necesidad política. Europa no puede paralizarse durante los seis meses de presidencia italiana, pero se producirá un estancamiento entre el presidente y el Parlamento a no ser que Berlusconi restablezca la paz retirando el insulto.

Sin embargo, la última disputa es sólo una expresión visible de un problema profundamente asentado. Europa tiene ahora un presidente que ha explotado su fuerza en el Parlamento italiano para proteger su vulnerabilidad ante los tribunales. Los signos de advertencia estaban ahí desde el principio. Las fuerzas de su coalición obtuvieron absolutamente todos los escaños en Sicilia. Como me comentó secamente un amigo italiano: "Eso no ha sido una casualidad". Desde su vuelta al poder, ha aprobado cuatro medidas distintas para obstruir media docena de procesos judiciales diferentes por fraude y corrupción. Su último chanchullo legislativo ha sido una ley aprobada a la fuerza por el Parlamento italiano en los últimos días de junio, que le exime de cualquier proceso judicial mientras dure su mandato. Se ha especulado con que la mayoría obtenida por esa medida reflejaba la consternación ante la posibilidad de que el primer ministro italiano tuviera que dirigir la última mitad de su presidencia europea desde la prisión. Sin embargo, esta medida indica que los aliados de Berlusconi han perdido hasta tal punto el contacto con la opinión pública europea que imaginan que pueden conservar el respeto del resto del continente interviniendo para parar un juicio, en lugar de exigir a su primer ministro que se mantenga apartado mientras dicho juicio no haya concluido convenientemente.

El interrogatorio que provocó el enfado de Berlusconi en el Parlamento Europeo surgió del problema paralelo de la concentración de medios de comunicación en sus manos. Los italianos se encuentran en la difícil posición de tener como primer ministro a un magnate cuyo imperio nacional rivaliza con el de Rupert Murdoch en otros países. En cualquier caso, esa comparación subestima el dominio de Berlusconi en la escena mediática. En el contexto británico, tendríamos que imaginarnos a Rupert Murdoch y a Conrad Black compartiendo el papel de primer ministro para que pudieran igualar la porción que Berlusconi tiene de los medios de comunicación italianos. Esta cuestión se vuelve aún más preocupante por el grado en que Berlusconi ha explotado descaradamente su posición para controlar el canal de televisión estatal, que el miércoles, en su informativo de mediodía, ni siquiera mencionó la metedura de pata nazi. La embarazosa ironía es que el presidente que supervisará las últimas fases de la ampliación de la Unión ha creado en su país condiciones que probablemente harían que Italia fuera rechazada si fuera un país candidato al ingreso, sobre la base de que no posee ni un sistema judicial independiente ni medios de comunicación libres.

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Mientras tanto, el hecho de que el debate sobre la idoneidad de Berlusconi para el cargo se traslade a la escena europea suscita todo tipo de problemas. El primero es que Italia pierde la oportunidad de demostrar que puede ser un actor importante en Europa. Siempre que yo declaraba que el objetivo del Gobierno es situar al Reino Unido como socio europeo a la altura de Alemania y Francia, recibía un dolido telegrama de nuestro embajador en Roma quejándose de que sus anfitriones habían protestado afirmando que Italia era igual de importante. En parte tenían razón. Estadísticamente, Italia es tan grande como Reino Unido y Francia en población y en PIB, y no va más rezagado respecto a Alemania que nosotros. Sin embargo, Italia no es capaz de obtener el reconocimiento que merece porque la inestabilidad de su política ha impedido que surjan figuras de gobierno que se mantengan el tiempo suficiente como para dominar la escena europea. Ciertamente, Berlusconi parece destinado a dominarla, pero no de forma que mejore la condición de Italia.

El segundo problema es para Tony Blair, que debe hacer frente a la delicada tarea de mantener unas relaciones correctas con la presidencia europea sin permitir que éstas se deslicen hacia una incómoda intimidad. Éste será un problema para todos los jefes de Gobierno, pero especialmente agudo para Tony Blair, porque el entusiasmo de Berlusconi con la guerra de Irak los acercó a ambos más de lo que Blair pudiera haber deseado. Una visita realizada a Roma hace un año por Tony Blair acabó haciendo que los dos países se convirtieran en un hazmerreír con la etiqueta de un nuevo eje anglo-italiano. Para ser justos, la expresión sólo la usó Berlusconi, pero se quedó grabada. Pero el mayor problema es para Europa. Un organismo tan complicado como es la Unión Europea sólo funciona cuando el presidente en funciones tiene el respeto y la imparcialidad necesarios para mediar entre sus diversos países miembros. Es difícil ver a Berlusconi llevando adelante algo tan sensible y controvertido como la búsqueda de consenso sobre la propuesta de Constitución europea, en la que no hay dos países miembros que opinen lo mismo. Aun cuando intente recuperarse de su desastroso comienzo adoptando un tono más conciliador, los otros jefes de Gobierno lo aislarán precavidamente. Los embajadores de todos ellos les habrán advertido sobre una de las más célebres observaciones del inefable Berlusconi: "Cuando me reúno con un primer ministro o con un jefe de Estado extranjero, es él quien tiene que demostrar que es más listo que yo".

En realidad, la idea de que la presidencia europea sea rotatoria por turno riguroso es absurda. Todos los proyectos serios europeos necesitan años para madurar y la llegada regular de un nuevo presidente presionado en su país para que imponga una agenda distinta a corto plazo simplemente interrumpe el avance regular de los objetivos a largo plazo. Afortunadamente, una propuesta de la Convención Constitucional de Valéry Giscarg D'Estaing pondrá fin a este sistema, que lleva mucho tiempo siendo ineficaz y que ahora se ha convertido en una vergüenza. En su lugar, la Convención ha adoptado la propuesta británica de que debería elegirse un "presidente del Consejo" más permanente, con un mandato inicial de dos años y medio. Esto garantizaría la continuidad y permitiría que el presidente fuera elegido por sus méritos, no por rotación. No cabe duda de que ésta no era su intención, pero, sólo tres días después de iniciarse la presidencia italiana, Silvio Berlusconi ha dado un enorme impulso a la propuesta de adoptar dicha reforma.

Robin Cook es miembro laborista del Parlamento británico y fue ministro de Exteriores entre 1997 y 2001. © Robin Cook / The Independent, 2003

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