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RELIGIÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tormenta en la sacristía. ¿Qué quedó del Concilio Vaticano II?

Sesenta años después del Concilio, un catolicismo mermado por la secularización busca pasar página de sus guerras culturales

Primera sesión del concilio, en Roma, el 11 de octubre de 1962
Ignacio Peyró

El 8 de diciembre de 1965, hoy hace 60 años, finalizaba el Concilio Vaticano II. Los obispos de todo el mundo salían de San Pedro en procesión y Pablo VI se fundía en un abrazo con su eminencia gris, Jacques Maritain, el filósofo del diálogo. Habían sido tres años de trabajo desde que Juan XXIII diera la sorpresa no solo por convocar la gran reunión doctrinal y estratégica del catolicismo, sino por la orientación de su convocatoria. Por primera vez, sería un Concilio únicamente pastoral. Sin definiciones dogmáticas. Sin anatemas. El “Papa bueno” quería que entrara “un poco de aire fresco en la Iglesia”. Quería un catolicismo que sirviera a su tiempo “demostrando la validez de sus enseñanzas y no condenando”. Desde finales del XIX, algunos teólogos eran conscientes de que el cristianismo, según un testigo del Concilio como el periodista y escritor José Jiménez Lozano, no podía “permanecer simplemente a la defensiva”. Se necesitaba “determinar de modo nuevo” la relación entre la Iglesia y sus contemporáneos. Y eso se iba a hacer mediante el “diálogo”, palabra que nunca había aparecido en la doctrina de la Iglesia y que aparecerá 28 veces en los documentos conciliares. Cuando muere el Papa Roncalli, Pablo VI asume su espíritu. Y en su primera sesión conciliar no necesitó palabras para enviar su mensaje: le bastó con suprimir la tiara y la silla gestatoria, símbolos del poder temporal del Pontífice.

El Concilio, como dijo el propio Pablo VI, estaba llamado a ser “un día soleado para la Iglesia”: su ajuste al mundo en una época de cambios como los sesenta. Nada, sin embargo, iba a salir según este optimismo. Desde el mismo principio, cuando dos cardenales progresistas —Liénart y Frings— pidieron rehacer las comisiones de trabajo previstas por la curia, el choque estaba servido. Con celeridad se van formando dos bandos. Por un lado, los padres conciliares de los países donde se había forjado la llamada nouvelle théologie, Bélgica y Holanda, Austria y Alemania, una “Alianza Europea” con prebostes como König y Bea, Suenens y Alfink, además de los citados Frings y Liénart. Por otro lado, el Grupo Internacional de Padres, que reunió a 250 prelados conservadores, del antiguo papable Siri al futuro cismático Marcel Lefebvre. Las iglesias de África y Asia, dependientes de iglesias ricas como la alemana, se alinearían con la “Alianza Europea”. Así, desde el principio, el Concilio iba a tener una marcada impregnación progresista, con protagonismo de teólogos como Karl Rahner.

Si bien los padres conciliares más conservadores tardaron algo más en articular su respuesta, esta llegó, por lo que, finalmente, la mayor parte de los 16 documentos conciliares —como la constitución Gaudium et spes— tendrían que negociarse más de lo previsto. Quizá por eso, en los años pasados desde su fin, ha habido dos perspectivas marcadas sobre la cita conciliar: aquella que dice que la Iglesia no desarrolló todo el potencial del Concilio y una sensibilidad para la que se habría ido demasiado lejos. En realidad, lo verdaderamente característico está en cómo los mismos que impulsaron cambios buscaron después ajustarlos. Henri de Lubac, teólogo de moda en la época, terminaría por clamar contra “una nueva Iglesia, di­ferente de la de Cristo, que se quiere instaurar”. Y dos teólogos progresistas del Concilio, Karol Wojtyla y Joseph Ratzinger, lamentarían, ya convertidos en Juan Pablo II y Benedicto XVI, que “se han cometido verdaderas herejías” y que “los resultados del Concilio parecen oponerse cruelmente a las expectativas de todos”.

El primero en acusarlo fue Pablo VI: lejos de lo anticipado, el post-Concilio era “un día lleno de nubes, de tempestad”. Se cumplía así una tradición que, ya desde el Concilio de Jerusalén en el siglo I, parece asegurar que no hay concilio sin trauma posconciliar. Pablo VI llega a decir, en palabras famosas por su dramatismo, que “el humo de Satanás” se ha colado “en el templo de Dios”. ¿La causa de su angustia? 14.000 abandonos, solo contando sacerdotes, entre 1964 y 1971. Rebeldías doctrinales como el Catecismo holandés de 1966 o esa “opción preferencial por los pobres” que, acordada en una reunión de obispos latinoamericanos en Medellín en 1968, alfombró el camino a la teología de la liberación. Y, de modo muy notable, las reacciones contrarias a la reforma litúrgica. Si intelectuales de todo origen, de Jorge Luis Borges a Nancy Mitford, habían pedido al Papa mantener la misa de siempre, la nueva misa no iba a conllevar solo el adiós al latín: la Santa Sede sufría al ver cómo, de pronto, las baterías tomaban los presbiterios e incluso se llegó a hablar de curas que consagraban con donettes. Cualquier ola progresista quedó frenada cuando, al poco del Concilio, Pablo VI, contra la voluntad de buena parte del episcopado, fijó la doctrina sobre anticoncepción en la encíclica Humanae vitae.

Para apreciar cómo ha infusionado el Concilio la vida de la Iglesia, cabe preguntarse cómo podría renunciarse hoy a su apertura ecuménica a la unidad de los cristianos, su denuncia expresa del antisemitismo o su compromiso con la libertad religiosa. Un compromiso y una libertad que terminaron por dinamitar las relaciones entre Pablo VI y Franco y lograron que el régimen fuera, literalmente, más papista que el Papa. También bajo la tutela del Pontífice, la Iglesia, que apoyaría la Transición con Tarancón, no postuló en España una democracia cristiana a la italiana.

Esto le iba a gustar poco a Juan Pablo II, quien, por lo demás, tampoco pudo heredar el Concilio a beneficio de inventario. Si por un lado intervino a los jesuitas por progres, por el otro excomulgó a Lefebvre por tradi. Y si nombró cardenales a personajes de la izquierda, intentaría suplir la crisis de la vida religiosa con los nuevos movimientos: Opus Dei, Legionarios. Con Benedicto y Francisco volvieron las luchas litúrgicas a propósito de la permisividad de la misa tradicional. Y si bien el propio Benedicto quiso enmarcar el Vaticano II en una “hermenéutica de la reforma” respetuosa de las enseñanzas de siempre de la Iglesia, solo León XIV parece haber apaciguado las guerras culturales intracatólicas. Es el primer Papa, por edad, no marcado por las dialécticas desencadenadas en los sesenta. Y, como escribe el periodista católico británico Dan Hitchens, el hecho de que no esté claro cuál es el futuro de las ideas liberales en el mundo, aleja el debate de qué hacer frente a ellas.

Sesenta años después del Concilio, la Iglesia ha sufrido su mayor crisis de credibilidad con los abusos. Es una Iglesia que, en Europa, cuenta con élites más progresistas que sus fieles y su clero. Y que gana peso demográfico y moral en África o en Asia. Tal vez sea “un puñado de vencidos”, como vaticinaba Pablo VI, o “el resto de Israel”, en palabras de Benedicto, pero ha sido capaz de sobrevivir, como apunta el converso alemán Martin Mosebach, tras “pasar siglos sin estar del todo al día”. Y hoy causa sorpresa que, de pronto, los nietos empiecen a interesarse —en iniciativas católicas como Hakuna o Effetá— por la vieja religión de sus abuelos.

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Sobre la firma

Ignacio Peyró
Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa 'Pompa y circunstancia', 'Comimos y bebimos' y los diarios 'Ya sentarás cabeza'. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, dirige el centro de Roma. Su último libro es 'El español que enamoró al mundo'.
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