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Columna
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Lo necesario

Dicen que el casado casa quiere. El casado, el no casado y el por casar. Leo en la prensa del domingo que la casa del príncipe Felipe levanta sus cuatro plantas sobre un sótano de 900 metros cuadrados. Aficionado como soy al género gótico, tamaño sótano trae a mi mente imágenes de horror y perversidad sin cuento. Pero sigo leyendo y las cosas se aclaran... o no: en dicho sótano desarrolla su actividad cotidiana la extensa servidumbre del heredero de la corona. No me digan que no tiene, también, su toque gótico. Una vez más, me asombro de que sigamos llamando Familia Real a una familia cuya existencia se encuentra a años-luz de la del común de los españolitos. ¿Real, un sótano de 900 metros cuadrados? Regio, tal vez, pero ¿real? Puritita ciencia-ficción. En fin: quedémonos con la idea de que la emancipación de un joven, ya sea príncipe o villano, pasa por la posibilidad de habitar un hogar independiente. Por eso los Reyes, padres al fin y al cabo, se han apresurado a montarle a su vástago tan flamante choza.

Pero para vivir autónomamente no es suficiente con acceder a un piso, aunque sea sin sótano y sin servidumbre. Alcanzar un mínimo equilibrio vital exige contar con la correspondiente mínima seguridad económica, tanto en el presente como en el futuro. Así, los altos ejecutivos blindan sus contratos y se aseguran el cobro de cantidades desorbitadas en caso de despido, incluso si su salida de la empresa se debe a su mala gestión. Del mismo modo, los consejeros de las grandes entidades financieras cuentan con generosos planes de pensiones financiados, eso sí, a beneficio de inventario. Por su parte, los eurodiputados van a cobrar a partir de ahora un sueldo mensual de 8.670,64 euros (alrededor de 1,5 millones de pesetas). También se aseguran la posibilidad de jubilarse a partir de los 60 años con una pensión vitalicia compatible con cualquier otra cuya cantidad variará en función de los años de cotización, pero que podrá cobrarse con sólo un año cotizado. Se ha estimado que con cinco años de cotización esa pensión (compatible, no lo olvidemos, con cualquier otra) podrá alcanzar los 1.500 euros mensuales. Además, dispondrán de generosas dietas para viajes y hasta cobrarán por el tiempo de espera en estaciones y aeropuertos.

No entro a discutir si esos sueldos, esas pensiones o estas dietas son altas o bajas, convenientes o inconvenientes. No me interesa discutirlo ahora, aunque convendrán conmigo en que un tanto discriminatorias sí que son: recordemos, si no, la prolongada huelga de conductores de autobús que tuvo lugar no hace mucho, una de cuyas reivindicaciones, si no me equivoco, era justamente la retribución de los tiempos de espera a los que dichos conductores deben hacer frente en el ejercicio de su trabajo. En cualquier caso, como digo, todo lo anteriormente expuesto expresa bien a las claras algo que, por otra parte, todas y todos sabemos por experiencia: que la inseguridad socioeconómica es letal para nuestra existencia. Por eso, pudiendo, nadie se priva de asegurarse para hoy y para mañana. Y menos que nadie, aquellos que predican para los demás la religión de la flexibilidad y el riesgo.

En su célebre Teoría de la justicia Rawls argumenta que, en el hipotético caso de que los seres humanos tuviésemos que organizar la vida en común a partir de una situación tal que desconociéramos todos aquellos aspectos y contingencias de nuestra existencia personal (estatus social, fortuna, inteligencia, sexo, etc.), optaríamos por un sistema social basado en el principio precautorio del por si acaso, esto es: por si acaso soy mujer, quiero una sociedad sin discriminación de género; por si acaso soy negro, una sociedad sin racismo; por si sufro alguna discapacidad, una sociedad inclusiva; por si soy pobre, una sociedad con derechos sociales garantizados para todos. Pero en la realidad no se da la posición originaria ralwsiana, por lo que quienes se saben fuertes defienden unas reglas de juego a la medida de los fuertes.

La seguridad de unos se construye sobre la inseguridad de otros. Lo necesario para todos se vuelve privilegio para algunos. Y así, una radical asimetría entre nosotros y ellos se ha instalado en nuestras sociedades. Asimetría que, por afectar a derechos fundamentales, corroe al nervio mismo de la democracia.

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