El rubor nacional
La frase no es mía sino de Javier Tusell, quien, en un comentario sobre las actuales corruptelas madrileñas publicado hace algunos días en este diario, llega a la conclusión de que, para el alivio de dicho sonrojo, haría falta que los partidos democráticos, echando una pizca de valentía al asunto, construyesen urgentemente entre sí, y en beneficio de todos, un consenso sobre cómo impedir que tales casos se vuelvan a reproducir.
Un consenso así no vendría nada mal, ya que, de todos los seres humanos, el político es el menos ruboroso y el más proclive a la condición de sinvergüenza, sea de la ideología que sea. Ser político -político con posibles, se entiende- requiere tener, entre otras varias habilidades, piel de rinoceronte. Para, en primer lugar, poder mantener el tipo en público, sin perder los estribos ante las cámaras, las críticas y, a veces, las burlas. La política es para los muy seguros de sí mismos, los que saben o piensan saber lo que creen, los que disfrutan luchando, los que se expresan con facilidad (aunque no tengan nada que decir), los que no se arredran ante las arremetidas del adversario. Donde otros bajarían la mirada o mostrarían otro síntoma de inquietud o de azoramiento, los políticos sometidos a escrutinio público suelen conservar la cabeza erguida y, en los labios, una ligera sonrisa de superioridad o de desprecio. Raras veces les verán ustedes con los colores sacados. Ojo con ellos.
A mí esto del rubor me lleva fascinando desde hace muchos años. Siempre me ha parecido que los españoles tienen la suerte de ser menos propensos al sentimiento de vergüenza que los ingleses (la novela británica del siglo XIX, a diferencia de la española, está llena de súbitos rubores, quizás porque durante la larga era victoriana, tan remilgada, las funciones del cuerpo, sobre todo las excretorias y sexuales, no se podían mencionar en las familias de clase media, máxime en presencia de los niños). Sea como sea, la vergüenza es la emoción humana menos conocida, pues quienes la padecen habitualmente son casi incapaces de comunicar su desosiego a los demás, de describir lo que les pasa. Tienen vergüenza de ser vergonzosos. Se trata de una condición que aísla ("emoción separadora" la llama una reputada investigadora anglosajona), que hace difícil, cuando no imposible, que el individuo afectado mantenga relaciones sociales desenfadadas. Un político avergonzado, español o inglés, sería un contrasentido.
¿Felipe González se dignó pedir disculpas a los españoles por haber propiciado que el sinvergüenza de Luis Roldán, el mayor chorizo de todos, estuviera a la cabeza de la Benemérita? No me consta que lo hiciera. Roldán con su dudoso pasado, su currículo universitario falsificado (títulos estadounidenses inexistentes) y el fabuloso piso en pleno París, ¿cómo no recordarle en estos momentos, y el mortal desaliento que nos produjeron aquellos comportamientos?
Tusell tiene razón. Nuestros animales políticos deben imponerse ya un acuerdo sobre la corrupción. Sólo así podremos recobrar un poco de confianza en el sistema.
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