El elector pasmado
El electorado de izquierdas anda revuelto en estos días a causa del fiasco y la desilusión destapados a propósito de lo ocurrido en la Comunidad de Madrid. Quien más y quien menos ha escuchado a los amigos que se rasgan las vestiduras: ¿para eso les di mi voto, para que colocaran a esos impresentables? Los hay más descreídos -o cínicos- que se preguntan: ¿a qué viene tanto revuelo o es que no sabemos lo que pasa en los partidos? El President Pujol parece haber encontrado las palabras justas: estas cosas pasan, somos humanos, ha dicho el muy ladino, dejando entrever que a unos les pasan más que a otros y que a aquéllos a quienes les ha pasado les toca pechar con la penitencia. Puede que si, que ahora sea el partido socialista el que deba enfrentar sus culpas ante un electorado apenas reconquistado en las últimas elecciones.
Los tiempos han de cambiar. Y para acelerarlos, necesitamos paciencia y buenos candidatos. No hay atajos
Escuchando al tránsfuga Tamayo, los votantes tenemos motivos para estar pasmados. Y no sólo porque este sujeto sea sospechoso de enriquecimiento -que lo es- sino por su concepción de la política partidista. Tamayo acusa a los dirigentes de su partido de conculcar los acuerdos habidos con su grupo (o como dice otro de los agraviados, de descuidar las promesas hechas a mi gente) y en su delirio se pregunta ¿cómo pueden ser creíbles en lo político los señores que (como Simancas en este caso) incumplen las promesas hechas en privado? Privado, señor mío, es lo que el señor Simancas hace en su casa, cuando no hace política, en lo demás el dirigente político actúa -debe actuar- con mentalidad de hombre público. Me temo que, para Tamayo, como para tantos otros políticos, las cosas no son así, entienden que un partido se parece más a un clan familiar que a un moderno órgano de participación política. Así ocurrían las cosas en el pasado, cuando la casa, la familia y el gobierno del rey se fundían y a menudo se confundían. Habrá que recordar una vez más que la democracia moderna exige que el interés público se distinga y se salvaguarde de los intereses privados. En cuanto a la otra, la mujer que ha permanecido clamorosamente callada ¡qué quieren que les diga!, es la personificación de lo que antaño se quiso que fuera la mujer, dependiente, protegida y al servicio del macho o de los intereses de la casa. Bueno será para la democracia lo que el feminismo pretende, que las mujeres tengan el grado de autonomía necesaria para actuar de otro modo en política, como en tantas cosas.
Bueno ha de ser, por otro lado, que con todo el mal que nos ha llegado con este escándalo, las miserias de la política salgan a la luz. La cosa pública, a diferencia de los asuntos privados, que pueden ventilarse en el interior de las casas y las conciencias, necesita que se rompa el silencio que se usa para ocultar los desmanes. Sólo así preservaremos la política de nuestras propias debilidades. Sólo así será posible que Simancas -si llega el caso- pueda hacer el gobierno que convenga a los madrileños que le han votado, como él mismo dijo a los disidentes que pedían prebendas: a ver si me dejáis hacer un buen gobierno. Y esto vale también para nuestra Comunidad Valenciana. La cosa no es fácil. Para que esto ocurra conviene propiciarlo, con voluntad y autoridad por parte de los dirigentes, pero también con designaciones a cargos que puedan ser defendidas en foros más amplios que los partidistas y, en última instancia, en listas abiertas, como por otro lado parece haber pensado Rodríguez Zapatero en algún momento.
Muchos son los que creen que las elecciones se ganan por un golpe de suerte o a fuerza de un marketing que incluye poner zancadillas y machacar al contrario. No seré yo quien niegue lo que afirman tantos expertos. Pero quizás los que así piensan deberían reflexionar sobre los fracasos endosables a sus métodos que, no lo olvidemos, también se producen. Pienso que en estas circunstancias no estaría de más preguntarse por el valor que los ciudadanos pueden llegar a dar a la fuerza, la credibilidad, el bien hacer de los candidatos. O ¿es que pensamos que el modo de ser y de gobernar de las personas que nos representan no tiene valor electoral, contrariamente a lo que rezaba el eslogan del partido socialista en la última campaña electoral? Oigo a los que dicen: eso importa poco, importa a unos cuantos intelectuales, moralistas por más señas. Pelillos a la mar.
No me confundan pues los que se dicen pragmáticos. No se trata de que nuestros dirigentes produzcan alarmantes discursos discursos regeneracionistas, ni de sacar del baúl de los recuerdos las grandes ideas que muchos quieren ver puestas en un programa. Bien está que -apartado Anguita y pronto Aznar- estas poses moralizantes vayan quedando como cosa del pasado. Las palabras, a menudo, no son más que palabras que sólo refuerzan a los convencidos. Luego se las lleva el viento, dejando un amargo poso en los más confiados.
En lo que yo pienso es en una práctica política, reconocible, creíble y deseada por los ciudadanos. En una izquierda renovada -santa palabra- que quisiera traducir no tanto por caras nuevas como por las mejores caras y seguridad en los candidatos, que en igual proporción conviene que sean candidatas.
El Partido Popular, por su parte, parece estar tranquilo, pescando a río revuelto. Saben que el poder ayuda mucho a mantenerse en él. A las gentes, se dice, les gusta ver que sus gobernantes son triunfadores Y si no, miren ustedes a Zaplana, un político bajo sospecha pero incombustible. Es cierto que a muchos nos hubiera gustado otra actitud en el Partido Popular, que después de ver la viga en el ojo ajeno y una vez en el gobierno no cerrara los ojos ante sus propias debilidades. Ellos en cambio, prefieren confíar en la fidelidad de una militancia confortablemente instalada que cierra filas con sus dirigentes. Piensan que sus votantes lo seguirán siendo mientras las cosas les vayan bien económicamente. ¿A qué pues preocuparse? Sobre todo cuando ha quedado demostrado que los errores no han quitado votos más que a la izquierda. A la derecha, piensan algunos -amargados por las últimas elecciones- se le perdonan muchas cosas. Admitamos, por otro lado, que la izquierda en el poder también tuvo fidelidades inquebrantables ¿o no la hemos votado en pleno marasmo y a pesar del desprestigio? Ciertamente lo hemos hecho (y otros más críticos que no lo hicieron, posiblemente, tienen hoy de que arrepentirse, la derecha ciertamente ha maltratado a sectores sociales que en el pasado habían estado mejor atendidos).
¿Pero estamos seguros de que esto será siempre así? que los votantes -los viejos y los nuevos votantes- cerrarán los ojos siempre o peor aún pensamos que las gentes descontentas con la política se resignaran siempre? Los tiempos han de cambiar. Y para acelerarlos lo que necesitamos es: paciencia y buenos candidatos. No hay atajos.
Isabel Morant es profesora de Historia de la Universidad de Valencia
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