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Francomoribundia

Juan Luis Cebrián, en continuo ascenso literario, publica ahora la segunda parte de su trilogía El miedo y la fuerza. La primera, La agonía del dragón, relataba la vida pública y privada de España bajo la dictadura de Francisco Franco, hasta la agonía del Caudillo. La segunda, esta Francomoribundia que ahora aparece, se inicia con el monólogo del agónico Franco y culmina con el golpe de Estado del coronel Tejero, el 23 de febrero de 1981.

Son éstos los dos pilares sobre los cuales eleva Cebrián su plataforma narrativa, arrancando con un verdadero tour de force: el monólogo del dictador moribundo. Es una hazaña espectacular y Cebrián nos entrega aquí un capítulo de antología. Pues la hazaña consiste nada menos que en penetrar la cabeza, el corazón y las palabras de un hombre mediocre y cruel, que se sabe enfrentado a la muerte, "finalmente, la cosa distinguida", escribió Henry James. Pero otro título de James, La cosa real, puede convenir igualmente al hecho de morir.

La muerte del dictador. Franco mediocre y cruel. ¿Cruel por mediocre? Sin duda. No fue mediocre por ser cruel. Tal es la paradoja del Caudillo. Su mediocridad, su insignificancia física, su voz aflautada, afeminada y, en consecuencia, su taimada cortedad en dar órdenes, son compensadas por la decisión autoritaria de nunca discutir: Franco ordena. Camaleónico, maestro de "la retranca", impreciso, evasivo, sacerdote de la duplicidad, desacreditó desde un principio a los falangistas frente al Ejército y al Ejército frente a los falangistas. Envidia y desprecio por parejo. Dice que el fundador de la Falange, José Antonio, fue "castrado por los rusos". Acusa de traición a Alfonso XIII y remata: "No le he quitado la corona a nadie. La encontré en un albañal y la sigo limpiando". Nunca elogió a nadie. "No tengo cuentas en Suiza". Pero toleró la corrupción de su entorno. Liquidó a sus opositores con "el detergente de la sangre". Un millón de presos políticos. Doscientas mil ejecuciones. Pero templó su crueldad activa con la pasividad política: dejó hacer. Se reservó un alma secreta y secretera: "Franco sólo debe ser yo. El resto es familia". Tomó la famosa decisión final de dejarlo todo "atado y bien atado".

Cebrián se juega su novela entera abriéndola con el monólogo de este ser mediocre, temido y taimado, apostando a que tiene un alma y que sólo en la profundidad de ese espíritu que se sabe moribundo, podemos encontrar las claves de todo lo demás: la astucia, la crueldad, la mediocridad. Físicamente, Franco es ya un guiñapo. Pero finalmente, en su diálogo con la muerte, alcanza una especie de perfección personal: ya no necesita hablar para que se le entienda. No necesita gritar para que se cumplan sus órdenes. La muerte no le obedece y Franco lo reconoce. Adquiere una suerte de humildad a la vez tierna y facinerosa al saberse agonizante. Entiende que "la muerte es la razón de todas las cosas, no me arrepiento de mis tratos con ella". Recuerda que "fallaron todos cuantos quisieron acabar conmigo". Quizá por ello se requieren docenas de médicos "para lograr firmar mi certificado de defunción". Su apuesta es que muerto él, su herencia seguirá viva. Es la de todo tirano.

El golpe. La otra columna de la gran novela de Cebrián es el golpe del coronel Antonio Tejero el 23 de febrero de 1981. La transición está en pleno movimiento. Si Cebrián se propone entender a los franquistas es porque en gran medida fueron los franquistas los que hicieron la transición, cosa que en México, por ejemplo, los priístas recalcitrantes no acaban de entender... El asalto a las Cortes por el furibundo militar mostachudo, disparando al aire. Los diputados escondidos debajo de sus escaños -con la salvedad de Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y el general Gutiérrez Mellado- como conejos en sus madrigueras. El rebrote de un miedo "inculcado durante generaciones". El carácter esperpéntico del asunto al cual Jorge Semprún dedicó una frase memorable: "Esto es Valle-Inclán en directo". Las especulaciones sobre el papel del rey Juan Carlos I en la gran farsa de la resurrección franquista. Y al cabo, dos lecciones. El Rey legitima su poder porque no ha querido usurparlo. Juan Carlos I entiende que la democracia es el cimiento de la Corona y abre un camino irreversible a la consolidación democrática de España y a su lugar presentable en Europa y el mundo. La otra lección es más específicamente política, "un recipiente de vasos comunicantes, a través de ellos circulan corrientes de distintas naturalezas que acaban por contaminar las más puras de las aguas".

Las vidas. La novela es "la vida privada de las naciones", dijo Balzac, y Cebrián es fiel a esta verdad. Entre la muerte física de Franco y su defunción real el 23-F, se hacen y se deshacen, se reúnen y se apartan, se viven y se mueren las vidas de los españoles de carne y hueso. Cebrián nos presenta un elenco fascinante por los tres tiempos -pasado, presente y futuro- de cada uno de sus caracteres dentro del gran acontecer político. Sobresale Alberto Llorés, diputado de la UCD, capturado en el Congreso asediado, consciente de que debe su carrera política a la democracia, pero también de que "ahora resulta que todo el mundo había estado en contra del Generalísimo, pero no se atrevían a decirlo", y de que "todo el mundo se recuerda a sí mismo como víctima y nadie... como verdugo, cuando en realidad todos fuimos verdugos de todos, nos lanzamos a una guerra fratricida de la que no acabamos de salir".

El conflicto político del diputado Llorés no lo exime del conflicto personal con su mujer, o más bien su "mujercita", Marta, a la cual Alberto le pide sumisión, sin darse cuenta de que en la rutina cotidiana "se estrella la emoción de los amantes". La liberación de España corre pareja, sin determinarla, a la liberación personal de Marta. Sacudiéndose la dictadura del marido "demócrata", Marta, al precio de abandonarlo, encuentra su propia liberación profesional como abogada. En este caso, como se pierde una dictadura, se pierde un matrimonio.

Semejante incidencia de lo público sobre lo privado (y a la inversa) afecta a todos los personajes de Francomorubundia, hasta integrar un formidable coro de la transición que chilenos, argentinos y mexicanos haríamos bien en leer con atención. Una figura inseparable de la ficción ibérica (Clarín, Galdós, Queiroz), Jaime Alvear, el sacerdote equívoco, un joven que "huele a ángel", pero que clama: "El reino de los cielos padece violencia y sólo los violentos lo alcanzarán". El militar Manuel Dorado, cuyas pasiones están ancladas a la necesidad de la patria y la sumisión al mando y que, sin embargo, quisiera rechazar sus orígenes. Sabe que "la revolución es un camino sin retorno", pero el amor siempre se da la media vuelta. Lección que, a contrapelo, aprende, contrayendo matrimonio, el onanista simbólico Sebastián Miranda hasta integrar un verdadero coro de la España posfranquista en el que los vencedores se divorcian de sus hijos y éstos se avergüenzan de su padres: todo un sector de los vencidos, a lo largo de cuarenta años de dictadura, acaba por integrarse al sistema (como lo hicieron, en México, los opositores vasconcelistas, almazanistas, padillistas y henriquistas al PRI), y junto al Estado de derecho surge un inevitable mundo de la corrupción "democrática" en el que "te corrompes respecto a convenciones establecidas por el propio poder". La corrupción -nos recuerda Cebrián- lo es respecto a las leyes.

Francomoribundia se inscribe, de esta manera, dentro de lo que Cebrián viene denominando "el fundamentalismo democrático", acto de fe en una democracia pura, incorrupta y, en consecuencia, peligrosamente imaginaria. No, dice Cebrián. La democracia pone de relieve las contradicciones del sistema y busca soluciones, no afirma dogmas ni postula utopías.

Por todo lo dicho, Juan Luis Cebrián alcanza, en Francomoribundia, el milagro de novelar la pasión pública y la pasión privada, proyectando la fusión de ambas al espacio de la vida en democracia, con una gran interrogante final que nos abre el apetito para el siguiente, y final volumen, de su ruedo ibérico.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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